lunes, 26 de enero de 2009

Hermosos, los sonidos. Hermosas, las coincidencias

Comenzó por la noche cuando, al salir de un terrible bar, la calle más convencional de la ciudad recibía la tenue luz de la madrugada empujada por el contagioso ritmo de una canción que fue un éxito en la década pasada. Continuó por la mañana cuando me desperté en una ciudad extranjera, que se visita por sus ruinas y sus bares, al sonido de una melodía avejentada que era exactamente la misma que decidimos, mi amor de verano y yo, escuchar cuando ella regresara del extranjero y nos citáramos en algún lugar. Luego vino el silencio y la consciencia de la soledad, pero no duró sino hasta que emergió el sonido sordo de San José y la invisible hamaca en la que se mecen miles de luces por la noche que uno alcanza a ver desde el privilegiado balcón del más pleno de mis amigos, el mismo que se las maneja para mandar abrazos en sobres de papel en los días que huí de mi casa acompañado de un muchacho que tiene la habilidad para tocar canciones modernas en un piano antiguo y que resultó antagónico al ruido de caer por las escaleras cuando, a mí y al amor, nos golpearon los rostros. Permaneció hasta el mediodía cuando cortando rodajas de tomate, la cocina se iluminó con el dulce timbre de voz de una madre que no era la mía, pero que consolaba como si lo fuera. Incluso apareció cuando mi oído reconocío la sensación acuosa de la fruta que tomo por las tardes y que es lo más parecido a mis pies blancos rompiendo la tranquilidad de la orilla del mar que nunca logré visitar a pesar de los planes. Con el té del ocaso, apareció como un compuesto de fresco olor y sonidos de acordeón que alguna vez llenó una habitación entera con la recopilación de canciones que mi padre cantó en su juventud y que son las mismas que nos aventurábamos a escuchar en las expediciones que en mi infancia parecían magníficos viajes y me enseñaron la dimensión del infinito. Persiste hasta esta noche, cuando al mirar sobre mis hombros descubrí una sola composición -suave, dulce, violenta, agresiva, sorda, castaña, embriagadora- que se escucha y se vive en un sólo día aunque cuente la historia de todo un año.

miércoles, 21 de enero de 2009

Monólogo

—¿Estás ahí? Te pregunto yo.
—Apenas, te respondo yo.
—Bien. Qué linda la luz así de débil, ¿no? Difícilmente se vislumbra lo pronunciado de tus pómulos. Pero, siendo honesto, aún así te noto enfermo. Quizá muy pálido.
—Ya comenzas vos con tus engaños. ¿Qué tiene de linda esta oscuridad? ¿Qué se supone que hagamos en este abismo?
—No, no. Reformulá: ¿Qué se supone que vos hagás en esta oscuridad?
—Egoísta.
—No, no es eso. Es que yo, de esto, ya sé. Siempre he estado en lo oscuro. Vos sos él que es nuevo en todo esto.
—Sí, ya sé. Bueno, como sea, quiero regresar a la luz. ¿Por dónde se regresa?
—No sé. Desde que nacimos, yo fuí relegado a este lugar. No tengo idea de cómo es allá, mucho menos de su ubicación. Pero, no seás así, mejor quedate. Desde que estás acá me siento mejor. La oscuridad es menos densa y el corazón lo siento más ligero. ¿A vos no te pasa lo mismo?
—No. No me quiero quedar con vos. Sé con certeza que vos estás detrás de las pesadillas que no me dejan dormir.
—¿Cuáles?
—Vos sabés. No te hagás.
—(Con picardía) No, en serio, ¿cuáles?
—Esas que tratan del mar. De repente estoy de pie, frente al mar, con una arena gris y fría. El mar comienza a violentarse y, en menos de lo que uno puede gestionar un pensamiento, ya está frente a mí una masa de agua opresora. Todo está preparado para que me muera. ¿Me querés, acaso, matar?
—No. Quiero que vivás acá. Conmigo.
—¿Por qué me asustás entonces?
—Porque es la única manera de que me hagás caso. Traté de acariciarte la boca del estómago cuando leías poesía, traté de susurrarte nombres antiguos en el oído: hasta me disfracé con el manto oscuro de la noche y te invité a que me siguieras. Ninguna vez reconociste mi presencia.
—Es que esas cosas no me gustan. Vos sabés.
—Puesi, por eso mismo. Te conozco y sé que lo único que te provoca movimiento es el miedo.
—Cínico.
—Así soy yo. Así sos vos, también. Lo que pasa es que no sabés. Yo te he visto cuando tus ojos se envuelven de esa película viscosa al ver en las calles decenas de cuerpos apretujados, sudando, vulnerables.
—¿Y qué? Somos hombres, ¿no? Tenemos derecho al instinto.
—Tenemos derecho a perdernos en él, también. Vení más cerca. Te voy a dar un beso en los oídos para que podás escuchar todos los sonidos que te han prohibido allá arriba. Te voy a rozar los párpados con la punta de los dedos para que podás ver con el ánimo del hombre antiguo. Te voy a dejar ser la unidad y no una parte.
—¿Y qué tendría que hacer, pues?
—Primero, sacá de tu pecho el corazón y moldealo hasta hacerlo un pájaro rojo. Luego, abrí las palmas y dejalo volar en la oscuridad. ¿Entendiste?
—Sí.
—Allá va.
—Pero, mirá, ¿me prometés que ya no voy a soñar con el mar?
—Sólo si vos me prometés que te vas a quedar aquí, conmigo.
—Lo prometo.
—Bien. Te prometo que ya no vas a soñar con el mar.
—¿Y qué voy a soñar ahora?
—Vas a soñar conmigo.
—¿Y vos conmigo?
—No. Yo voy a soñar con tu corazón hecho pájaro.

domingo, 11 de enero de 2009

The Catcher in the Rye

"Anyway, I'm sort of glad they've got the atomic bomb invented.
If there's ever another war, I'm going to sit right in the top of it.
I'll volunteer for it, I swear to God I will."

The Catcher in the Rye, Cáp.18

Por aquellos días, quebrantar el círculo de tristeza que nos rodeaba resultaba una tarea no sólo demandante, sino también: inútil. Estábamos comprometidos con una corriente sombría que arrastraba nuestros pies por el suelo y envolvía todo con lo que interactuábamos de gris belleza: de una que no es posible palpar. Éramos hombres tristes y estábamos acostumbrados a serlo. Si se quiere ser más preciso: éramos cuasi-hombres, quizá reptiles; y lo que éramos, lo éramos mejor cuando esperábamos el automóvil de nuestros padres a las orillas del portón de entrada cuando la noche acaecía.

Las tardes eran necesariamente monocromáticas: las veíamos pasar frente a una ventana de gran tamaño que, a mi parecer, es una ventana que debería ser mejor vigilada en una institución educativa que no quiere poner en peligro el espíritu de sus jóvenes estudiantes. No importaba el día, siempre que se llegaban las cuatro de la tarde platicábamos de lo deplorable de nuestra condición, de lo afortunados que seríamos en tiempos venideros: de como, sólo Él, el tiempo, tenía la cura de nuestra agonía.

Comenzamos a desarrollar un particular gusto por la música, especialmente por aquella que tenía sonidos avejentados y voces rasposas. Visitamos, por vez primera, los bares que nos prohibieron, los que usualmente están en apuros: está de más decir que aquellos viajes terminaron de perder nuestras figuras que ya estaban adentradas en nuevos jardines. Nuestros padres debieron haberse preocupado por nosotros, debieron haber creído que estábamos al margen de convertirnos en esos compañeros suyos que eran ahora vagos ó alcohólicos de farmacia. O peor áun: pudieron haber creído que estábamos al margen de un tiro. Pero, no lo hicimos: no nos convertimos en los productos extraordinarios de su generación. Somos, ahora, otra cosa: un asunto de nuestro tiempo.

Éramos niños tristes. Lo éramos por que estábamos insertados en el incómodo vórtice de la juventud: el que nos prende en frenesí e inquietud. Ahora somos hombres: hombres de nuestro tiempo. Seguimos arrastrando algunos de los miedos de aquellos días; hemos logrado, al menos una sola vez, palpar la belleza que la tristeza envolvía. Tenemos planes por cumplir y aunque Él, el tiempo curador, no ha arreglado las cosas, entendemos que esta no es razón suficiente para volvernos alcohólicos o suicidas. Pero sobre todo, lo que más tenemos es aquellos días tristes y la capacidad de ver el mundo completo con un par de ojos que, si han sufrido tristeza, saben ver más allá.



Nota personal en referencia a la novela "The Catcher in the Rye" de J.D. Salinger.

domingo, 4 de enero de 2009

Lo infinito

Debí de haber tenido apenas siete años cuando tuve, por primera vez, la sensación de recibir un golpe frío en el estómago al entender algo de dimensiones magníficas. Recuerdo la marea lejana bañando tímidamente la plancha de arena que mi padre y yo pisábamos mientras nos preparábamos para incursionar nuestra aventura a la mar. El mar es de las pasiones más grandes y antiguas que mi espíritu registra en sus entrañas. Todo acerca de él tiene un encanto abrasador. El camino, visto ahora desde estos años, es una secuencia de fotografías viejas teñidas de un color castaño; la misma, se ve interrumpida por pasajes de oscuridad, producto de la entrada en alguno de los cuatro túneles que se deben atravesar para llegar a la playa de mi infancia. Mi papá insistía en poner su música que es, ahora, la que pongo automáticamente al sentir que el automóvil se está deslizando de una forma hermosa enmedio de la luz del mediodía. En fin, estando de pie ahí perdí la mirada en el horizonte y aprecié todo aquello hasta inflar mi ánimo como nunca antes lo había hecho. Debí haber apretado la mano de mi padre, cuando le pregunté "¿El mar se va acabar algún día?" El miedo de perderlo todo acechaba mi tórax infantil. Mi padre no tomó mucho tiempo en responder con seriedad: "Javier, el mar nunca se termina".

La noción de lo infinito es, desde mi punto de vista, uno de los fenómenos que obligatoriamente debe descubrir el hombre. Sin ella, el espíritu enflaquecería y le sería arrebatada la gloriosa cualidad que tiene de elevarse por encima de lo cotidiano para hacer y deshacer a su gusto. En mi caso, siempre me esfuerzo por visitar la playa. Aún no lo hecho a la playa de mi infancia; pero, la playa de mi juventud está llena de impetuosidad burbujeante, en sus inicios, que de lograr pasarla se transforma en una masa acuífera que envuelve el cuerpo y mece en un vaivén muy peculiar. Es la playa de mi juventud la que casa perfecto con estos tiempos de movimiento, de violentos arranques, que si uno sabe cruzar con sutileza se transforma en un espíritu antiguo con la serenidad de la infinitud en una sola mirada.

Es la playa de mi juventud la misma que me oprimió en la noche, en terribles tempestades; y con la que logré hacer la paces y mantener un solo diálogo diplomático en el jardín: ella, la noche y yo.