martes, 31 de marzo de 2009

La así llamada Generación Dormida

Aunque somos jóvenes, nuestros rostros no atestiguan grandes hazañas, salvajes corazones o pasiones desmesuradas. Llevamos algún tiempo en la estación del tren. Confiamos en su llegada. Aún así, no tenemos la certeza de tener las piernas necesarias para alcanzarlo. Nos mortifica siquiera pensar que, un buen día, ese tren pasará y será muy rápido para abordarlo. La vida será, entonces, una broma pesada. Nosotros seremos como garabatos.

¿Qué? ¿Porqué no estamos en el tren? Esa resulta ser una muy buena pregunta. Cuando nacimos nuestros padres justo salían de la vorágine de bombas y penas que les tocó criar junto con nosotros. Nuestras sonrisas infantiles siempre brillaron más de lo que debían: detrás de ellas, nuestros padres veían la pálida cortina de humo del pasado. La que deja la tragedia en las miradas. La que produce cataratas en el espírtitu. Nos acostumbramos a las almohadas, a los abrazos gratuitos y, sobre todas las cosas, nos acostumbramos a los mapas. No estamos en el tren por que nunca hubo un tren en el mapa que se nos entregó. Esta estación está en algún desierto. En uno que sólo se encuentra con el corazón afligido.

Supongo que se podría decir que estamos perdidos. Oírlo de nuestros padres: es natural. Sin embargo, hay algo de funesto en oírlo de la boca de nuestros compañeros. Algunos de ellos se aferraron al mapa con todas sus fuerzas y están ahí inválidos: imposibilitados por las plumas que les llena la boca. Por las bardas que circundan sus hogares. Nosotros las saltamos. Escupimos las plumas. Estamos atormentados por la desolación y, aún así, nuestros corazones vierten, los unos en los otros, una alentadora hermandad. Formamos una especie de sociedad secreta: una cuya principal tarea es aprender a caminar. Aprender a despertar.

No podemos llevarnos todo el crédito. Mucho le debemos a las maravillosas circunstancias que se cruzaron en nuestro camino. Como a nuestros padres, nos envolvió la cabeza un remolino. Con la magnífica diferencia de que, esta vez, se trataba de uno que eleva los pies por los aires y ayuda a vislumbrar todo lo que ha permanecido oculto. En nuestras cuentas también llevamos la muerte de todos aquellos que no encontraron la estación del tren, sino un desierto invasivo. No podemos, tampoco, confiarnos. La decisión de montar el tren será, únicamente, tarea de nosotros mismos. De nuestros propios corazones.

Habrá alguno de nosotros que conseguirá vivir una vida que es idéntica a la vida que creía era una de infalible infelicidad. Esta resultará ser la única que casa de gloriosa manera con su espíritu. Habrá otro que dejará de ladrar a los árboles y a las casas para sonreír a los hombres que alguna vez aborreció con todos sus dientes. Otra, por ahí, se convertirá en una mujer que sabrá verlo todo con los ojos que otorga el amor a quién sabe amar. Una de nosotros tomará su vida con sus manos y todo su pecho se henchirá al tener completa noción de la consecuencia. Por allá, habrá una que poseerá el universo entero después de haber conseguido descifrar sus misterios.

Hemos decidido cerrar los ojos. No lo hemos hecho por miedo ni por costumbre. Esta vez lo hemos decidido por que sólo así imaginaremos con claridad los robustos trozos de humo blanco que se levantan por las chimeneas. Por que sólo así imaginaremos el estrepitoso sonido del tren que se acerca.

Estamos listos para abordar.

*Pie de nota: F. Zmurko, Lady Sleeping

domingo, 22 de marzo de 2009

Confesiones del somnífero

Tendimos nuestras camas desde el mismo momento en que nuestros ojos se inundaron con la luz del nuevo día. A pesar de nuestro estado, hemos conseguido maquillarnos las mejillas y almorzarnos los platillos sin dificultad alguna. Construímos imponentes edificios y críamos hermosos niños. Aplacamos a la bestia, combatimos el llamado. A lo inefable, le vencimos. Somos lo que somos y pagaremos, cualquier suma, para que otros, iguales a nosotros, aplaudan nuestra victoria. Que quede registrado, en el gran libro de la historia, que no fue tarea fácil: nos costó aprender a desviar las miradas de los ojos tristes que algunos todavía llevamos y que reconocemos en las calles, en los trenes, en toda la ciudad. Es difícil de imaginar, para aquellos diferentes a nosotros, cuan incómodo resulta que algunos de los nuestros se dirijan a las zonas que tanto trabajo nos costó sepultar. Nos recuerda a la estupidez de la infancia. A la atrocidad de la juventud. Algunos de nuestros muchachos se están matando con sus propias manos. ¡Qué honda es su desesperación! Sus muertes nos confirman la urgencia de reforzar nuestro hermetismo. No, no dejaremos respirar al demonio. Qué dulce es la vida del que, como nosotros, se mueve en la ilesa ruta del sueño. ¡Qué dulzura! ¡Cuánta paz! Dormimos con los ojos abiertos. Soñamos despiertos. Nuestros corazones envasados se hinchen hasta donde pueden cuando celebramos la conquista del animal.

lunes, 16 de marzo de 2009

Rostros genuinos en Revolutionary Road

Hay algo de perturbación y encanto en la forma que tiene la tragedia de gestarse, como un tejido inseparable, en los corazones de los hombres.

De Sam Mendes, nos llega Revolutionary Road: último de sus trabajos, basado en la novela de Richard Yates y muy bien logrado con la ejecución de dos -muy conocidos- actores del cine norteamericano.

El filme se desenvuelve a partir de un anuncio del trágico porvernir y aunque en su mayoría se desenvuelve bajo la tensa línea de la desgracia, deja respirar con breves momentos de fugaz esperanza. Quizá por esta peculiar característica, es que al momento de presentarse en una sala de cine nacional, algunos espectadores decidieron poner fin a la tortura y retirarse.

Sin embargo, para algunos de los que nos quedamos con los ojos y las bocas abiertas, el filme resultó un relato muy fiel a lo que puede resultar una serie de decisiones muy comunes y, para desgracia de esta vasta mayoría: muy equivocadas. Lo que la historia propone es tan sencillo de entender como lo es estar consciente del vacío, la desazón o la pesadumbre que insiste en permanecer en el corazón del hombre que se ha negado a vivir la vida que su mismo rostro, perdido en algún lugar entre el miedo y el olvido, le exige vivir con el advenimiento de cada nuevo día.

Por experiencia propia, sé que esto es difícil de asimilar. Para los otros espectadores, también lo fue: prueba de ello son los recipientes de comida a medio tocar y la ausencia palpable de las tradicionales bromas que ocurren los miércoles, cuando los tiquetes bajan de precio. Sin advertencia alguna, la audiencia fue arrastrada a la sala por una carátula que se asemeja mucho a las películas que cuentan épicas historias de amor. Estoy seguro que más de alguno se fue sorprendido -y quizá decepcionado- con la ejecución conjunta de dos actores que, la última vez que estuvieron juntos en escena, homenajearon a un amor que sobrevivió la tragedia física.

En esta oportunidad, uno de los dos sobrevive a la tragedia física. El otro no sobrevive ni a la física, ni a la espiritual. Aún así, aún así de triste, el filme tiene el encanto de mostrarnos todo esto en menos de ciento veinte minutos y lo hace con una dirección excepcional. Contar la historia de los desvalidos es tan válido como lo es contar la historia de los héroes: es en la de los primeros en donde se entiende el porqué de los ánimos vencidos de algunos de los hombres que hoy son nuestros abuelos, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros ciudadanos.

Es en la historia de los desgraciados que uno encuentra motivo suficiente para regirse por las líneas del auténtico rostro que uno tiene cuando se obedece a un ideal.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Mientras leo a William Blake

While reading William Blake

Mientras leo a William Blake,
la habitación entera es poseída:
Y está poseída de deseos y pájaros.

martes, 10 de marzo de 2009

Por su astucia se conoce el zorro

En estos días, no se puede negar que la imagen de las palomillas ahogando la luz del bombillo bien podría endosarse al constante nacimiento de todo tipo de bandas que buscan habitación en el oído de los ciudadanos.

Como con otros fenómenos, el sujeto vulnerable a este tipo de comportamiento puede, con todo derecho, cerrar las ventanas de su morada y acomodar lo que yace ahí dentro con seguridad. Sin embargo, no es aconsejable hacerlo. Aún existen músicos, barbados y enamorados, que tienen la grandiosa habilidad de compaginar sonidos y palabras de tal manera que sea imposible -o inútil- tratar de concebir el uno sin el otro.

Así sucede con el último disco de la banda norteamericana Fleet Foxes. Lanzado, apenas, en junio del dos mil ocho, el disco que lleva por nombre el mismo nombre con el que se bautizó la peculiar banda; está compuesto por once temas. Sobresaliendo algunos, de otros -pero, todos sumergidos en la misma línea de sonido encantador- no tardó tiempo en ser reconocido alrededor del mundo.

Para mí suerte, aterrizó en mi reproductor de sonido algún día a mediados de enero y, desde entonces, se ha esmerado por enraizarse a mis pensamientos, haciéndose imposible vivir un recuerdo tan sencillo como el último cigarrillo del día o tan glorioso como la playa, sin el obligatorio sonido de alguna de sus composiciones. Desde entonces, he tenido la suerte de dejar algo más que la ventana abierta. Y con ella han venido palabras, imágenes, películas, novelas enteras.

Si a Ud. le da por encerrarse en las esquinas que conoce, recuerde que por ahí hay una banda de estos tiempos que suena de la misma manera que suena la experiencia de lanzarse a una aventura tan íntima que sólo Ud. y su sombra sabrán lo que, en ella, acontenció. Reirán con complicidad y, sin duda alguna, repetirán las melodías: haciendo de Ud. un viajero indomable.

domingo, 1 de marzo de 2009

Leonid

Leonid es un hombre extraordinario.

No lo es por su magnífica inteligencia, ni tampoco por alguna destreza que maneje con plena propiedad.

A Leonid, las uñas del pie, le crecen tan rápido como lo hacen el deseo y la locura en las mujeres que Almodóvar ocupa para contar historias.

Por otro lado, a Leonid, la voz le sale tan intensa como el momento en que la canción cantada por Chavela Vargas se resquebraja y se hace un himno devoto al dolor.

Sus brazos parecen tan curiosos y tan hondos como lo es el ánimo del hombre que Göethe decidió era el hombre perfecto para ser presa del Diablo.

Todo él, figura aletargada, parece ser el anuncio de una tragedia que es tan irresistible como lo fue el curso de acción al que sucumbieron tanto el príncipe del Diwän, como el autor del mismo.

Aún así, cuando lo muestran las cámaras, se las arregla para sonreír con exhaustiva sonrisa que envuelve al espectador de la misma manera que aún lo hacen las composiciones de Schubert que cantan incesantes canciones de alegría.

Como decía al principio: Leonid es un hombre extraordinario. La mayoría de doctores y entendidos del tema, insisten en ubicar la grandeza de este hombre en su inusual estatura. Sin embargo, algunos de nosotros hemos comenzado a identificar que la grandeza de este hombre reside en haber encontrando, en las praderas de Ucrania, la rudimentaria felicidad.
Comprendido esto, sabemos que el gigantismo es sólo la forma en la que la Naturaleza ha hecho de este hombre un signo de admiración.