martes, 28 de abril de 2009

Ella eligió la cama, ¿Y Ud.?

Ella los ha sido todos. Ha sido los ojos dulces de una niña que se adentran a una habitación oscura, sin más certidumbre que la del miedo que la posee. Ha sido el trozo de cabello castaño que un hombre parecido a un vergudo toma por la fuerza para intensificar la lujuria de las lámparas a medio encender. Ha sido el rastro seco de saliva que anónimo dejó en una de sus piernas blancas. Ha copulado de todas las formas posibles. Lo ha hecho para olvidar el trémulo rostro del amante que vive en el pasado. Lo ha hecho para traer a su memoria el bigote y el olor a habano de su padre. Lo ha hecho porque no se atreve a suicidarse. Lo ha hecho para sentirse peor. Ella es ahora lo que es porque ha cruzado un sinnúmero de cuerpos. Es una mujer más dulce porque sabe cómo hacerle el amor a las mujeres. Es, también, más sabia porque se ha acostado con científicos y profesores. Es, además, agradable conservadora porque aprendió a platicar con sus amantes al margen de la madrugada y a la orilla de sus sábanas. Ella consiguió definir todos los matices que tiene y puede tener su rostro a partir de la carne. Ella tomó el camino que se le vedó. Los árboles son caricias en el cielo; el aire, un beso entre las piernas. Ella, aparte de reputación, tiene la certeza. Ud, por su propia parte: ¿Ya eligió el suyo?

lunes, 27 de abril de 2009

Tres veces cierto, tres veces falso

El Profesor decidió dedicar el resto de sus días al complejo estudio del hombre. Desde el inicio, bautizó a su aventura como una travesía en el misterioso océano. Según él, sus primeras teorías del corazón del hombre eran similares a observar, con mucha atención, el espacio de agua que cabe en un cubo de vidrio que puede servir de pecera mediana. Según él, sus primeras teorías del corazón del hombre eran un intento ingenuo de abarcar algo inminente mayor. Para la segunda generación de teorías, El Profesor vislumbró una barca flotando sobre una masa de agua ya más similar al océano: la embarcación se encontraba considerablemente alejada de la costa y aún no se había decidido si sería mecida por un suave viento salado o por una tempestad espumosa. Para la segunda generación de teorías, El Profesor escogió una interesante combinación de ambas. Sin embargo, la más escandalosa de todas las generaciones teóricas fue la tercera. De acuerdo a este grupo de teorías, no existiría un barco. Tampoco un capitán. Existiría, nomás, una masa semilíquida de un oscuro tinte azul. Según los principios de esta generación, el corazón del hombre habitaría en la profundidad de este extraño océano o en el fulgor de los cielos o en algún incómodo punto entre ellos. De cualquier manera, se trataría de un punto inaccesible. Antes de que llegara el fin de sus días, El Profesor decidió que el estudio del hombre no era lo suyo. A sus colegas, les entretiene contando una historia según la cual dicho estudio no resulta ni efectivo, ni rentable. A nosotros, sus estudiantes, nos atemoriza cuando señala con tono grave que el complejo estudio del corazón del hombre no es terreno de ningún ser vivo.

lunes, 20 de abril de 2009

Hoy, en la sección de las virtudes: La Prudencia


Jota no sólo tiene seis años de escribir, sino, además: los documentos necesarios para respaldarlos. A pesar de esto, no se proclama como un escritor. Ni siquiera en materia de pasatiempo. Sus amigos más cercanos piensan que esto se debe a su constante renuencia por la mayoría de asuntos sobre los cuales la vida trata. Pero, nosotros que prestamos más atención sabemos que se trata de una cuestión de respeto. Por eso es que prefiere la notoria vaguedad que deja su respuesta, que es silencio, al momento de preguntarle a qué ha decidido consagrar su vida.
Con relación a algunos temas, Jota tiene una claridad pasmosa. Los textos que son fieles a este estado presentan una coherencia envidiable y conclusiones que sólo parecen obvias cuando se beben directamente de los recipientes en los que él las ha vertido. Aún así, estos muslos de conocimientos están encerrados en una habitación oscura y, según lo platicado con él, permanecerán ahí por más tiempo del que al principio creíamos era necesario.
El punto clave para entender su decisión reside en lo que se asimila a una paradoja: Jota es un hombre de palabras. Está enamorado de ellas y sabe cuándo y cómo liberarlas según alguna extraña composición química que se infunde en su cabeza. Sin embargo, Jota entiende que las palabras no son suficientes. Aquí mismo reside la paradoja. Para que su espíritu creador se procree necesita de una caja de herramientas que, por sí solas, no prometen ser útiles en la faena: mucho menos las más adecuadas.
Esto último lo entendimos cuando bebimos con él gin y agua burbujeante: él, entonces, explicó que aunque él quisiera transformarse en las minúsculas partículas de agua que quedan flotando en el aire, no puede hacerlo por sí mismo y, por eso, debe coparse de todas las permutaciones que las letras del español le permitan. Nosotros le hicimos ver que si su entrega de desbordaba por encima del perímetro permitido, rozaría peligrosamente la locura y, como en el caso de los no identificados, se quedaría en el olvido y en el anonimato.
Aunque no entendemos por que Jota ha decidido desperdiciar el encantador discurso que había logrado en algunos de sus textos incompletos, entendemos que su misma condición le haga irresistible mantenerse en una constante —y probablemente: inconquistable— búsqueda de la figura que logrará construír un libro que seduzca el corazón de los hombres y lo acerce, de la manera más próxima, a lo desconocido. Lo entendemos mejor de lo que ustedes se imaginan por que tenemos, desde el inicio de los tiempos, hospedaje en la cabeza de todos los hombres: Incluso en aquellos que perdemos en la frontera que tratamos de confundir con el imposible.

martes, 14 de abril de 2009

La Bestia

Ha muerto un pajarillo en el jardín. Ha muerto a manos de La Bestia. Su pecho, que cantaba canciones de cuna, está roto. Rasgado. Sus plumas, que la suave luz de la tarde bañaba, están despedazadas. Dispersas. Sus patas, que se prendían de los seguros muros de la urbe, están quebradas. Inertes. Temprano por la mañana, el pajarillo oyó que por su nombre le llamaban. Acudió sin precauciones a las fauces de La Bestia. Primero masticó su garganta, robándole la voz. Después despedazó sus alas, privándole del viento. Por último devoró su corazón.

Han hecho un círculo los pajarillos en el jardín. Ha muerto uno de ellos. De sus pechos se derramará un cántico de sombría tristeza. De sus ojos chispeará lástima. De sus picos, ira. Los otros pajarillos observarán con rabia cómo la lombríz que antes el muerto presionaba con su pico es ahora la que, bullente, emerge de su pecho. La que una vez fue presa es ahora invasivo predador.

Ha nacido una Bestia en el jardín. Ha nacido en el oscuro corazón hinchado del Animal. Su pecho, que antes cantaba canciones de cuna, está vivo. Voraz. Sus plumas, que la suave luz de la tarde bañaba, son ahora escamas. Ásperas. Sus patas, que antes se posaban sobre ladrillos de la urbe, son garras. Hirientes. Temprano por la noche, el que era pajarillo comulgó con la Bestia. Llamará por su nombre a los que eran sus hermanos. Les masticará la garganta, les despedazará las alas, les devorará el corazón.

Cantará una canción que no alcanzaremos a oír.

domingo, 12 de abril de 2009

La habitación oscura (2)

II
No creo que sea exagerado de mi parte afirmar que el sonido de la noche es tan desesperante como lo son miles de gritos al mismo tiempo. Cuando la noche tomaba la casa, la llenaba de un sonido característico que se aparta del sonido del día. Por el día, la casa estaba llena del taconeo de mi mamá, del arrastrado paso de la sirvienta o de los gritos de los juegos de mis hermanos. También, al mediodía, se llenaba de un olor a consomé, chiles verdes y algún caldo en cocimiento. El contraste que se producía con la noche era tajante: comenzaba con el reconocimiento del unísono canto de los grillos, —uno que produce picazón en los bordes del oído— la identificación de las dimensiones exactas de mi cuerpo y lejanas voces que no se alcanzan a comprender. Por su parte, la noche traía otros olores: uno que era metálico y otro, más complejo, que se formaba como la perfecta combinación de la grama en el jardín y el baño de la luz de luna. Todo esto formaba una masa de silencio que flotaba sobre mi cuerpo y se mantenía, sin tocarnos, entre el techo y mi cuerpo.
Con tal escenario, es comprensible que me mantuviera al margen del sueño. No sólo por la densidad de lo que se formaba alrededor de mí; sino, además, por que cuando yo me rendía al sueño, era cuando la noche se aprovechaba de la situacíón. Al principio, lo que lograba percibir eran sólo lejanas voces que se podían confundir, sin dificultad alguna, con los lamentos residuales del colectivo de muebles en la casa. Pero con la afinación de los sentidos y la invasiva acción del miedo, todas esas voces se convirtieron en una sola que, posando su aliento en mi oído, pronunciaba mi nombre. Desde ese momento, las noches se convirtieron en una extenuante batalla. Dormir era una maldición, mi nombre: maldito.
El sacerdote que me atendió no tenía idea de lo que yo estaba hablando. Humildemente, me remitió a una señora que visitaba su parroquia con regularidad. Como a la señora se le conocía por hacer caridad, mi madre me llevó con todo gusto a verla. A mi edad, la mayoría de mis compañeros estaban preocupados por la graduación, por conseguir la cita que se merecían. A mí, en ese entonces, lo único que me preocupaba era conquistar la noche y devolverle, a mi nombre, el armonioso sonido que recordaba de la infancia. Por eso insistí en ver a la Sra. Antonia Luisa. De su casa, recuerdo con claridad las veraneras que adornaban la entrada y el majestuoso jardín que se abría paso en la terraza. De su rostro, recuerdo con temerosa precisión lo enseriado que se tornó cuando ella posó, por vez primera, sus ojos azules sobre mí. Pidió a mi madre que se retirara y, antes de que se cerrara la puerta, le dijo: Tiene, usted, un hijo magnífico.
El hombre que sigue apareciendo en el umbral de mi puerta cumple, de pies a cabeza, la descripción que la Sra. Antonia Luisa me dijo en nuestra segunda cita. Tiene la piel escamosa y mide menos que yo. Como ella dijo, también me visita a la misma hora de la noche. A eso de la una y media, siento sobre la cabeza como se derraman algo así como largos dedos que, tras de ellos, dejan un hormigueo duradero. La sensación de pesadez se intensifica, sobre todo, en las piernas y en el tórax: detrás de mis pies, el umbral de la puerta está lejano y la silueta de la visita ya es un hecho innegable. Dice ella que lo expulse con una oración especial: una que es de protección. Aún no lo he conseguido; pero, ahora que la visite, le explicaré como es difícil apartar la mirada del hombre y como, la noche con todos sus sonidos, se conjuga ante mis sentidos como una invitación que es imposible de resistir.

domingo, 5 de abril de 2009

La habitación oscura (1)

A Rodrigo, por cómplice.
I
Aveces pareciera bastar sólo con la caída de una hoja para que el alma nos juegue un truco. Al menos, así me sucedió a mí. En cosa de un instante, me fueron depositados en la cabeza una serie de apremiantes hechos que me compelían a mí y a todo aquello que me rodeaba. Para entonces, vivía en la casa de mis padres; la cual, a su vez, había sido de mis abuelos. Estaba circunscrita en una zona que rápidamente era invadida por pequeños negocios y, principalmente, por el ruido que los caracteriza. Para ser honesto, nunca fue de mi agrado. Aunque la casa era grande y, de vez en cuando, agradable en las tardes, la infraestructura que poseía era una que se había puesto en desuso desde antes de mi nacimiento. Poseía un jardín al centro de la casa y las habitaciones formaban, alrededor de este, un semicírculo: resultaba natural que por las noches la casa entera se conjugara con los sonidos que trae la oscuridad.
Por ser el mayor de los hijos, me era difícil —quizá vergonzoso— reconocer ante mis padres el miedo que me ocasionaba la llegada de la noche. Cenábamos en el espacio que, confortable, se formaba entre las paredes de la cocina y las del comedor oficial. Para llegar a mi habitación, debía cruzar un largo trozo de camino que se encontraba vulnerable al frío aire del jardín. De manera discreta, me disculpaba un par de minutos antes de que terminara la cena y me dirigía, con apresurado paso, a mi habitación. Ahí, encendía las luces casi de inmediato. Esperaba hasta que la violencia de mi pecho desapareciera para apagar las luces. Empeoraba las cosas, poseer el único par de ojos abiertos en la casa a esta hora: el misterioso brazo de la noche se abría paso a través de las ranuras del ventanal que se ubicaba justo arriba de un crucifijo; el cual, por su parte, se encontraba sobre mi cabeza. La habitación se llenaba de grillos, de lejanos chillidos, de oscuras presencias. Apretaba los párpados y repetía una oración a los ángeles: en algún momento, entre mis atropelladas palabras y los halos de luz-y-sangre que veía dentro de mis párpados, me quedaba dormido.
Por supuesto, nunca dije palabra de esto en el bachillerato. Tenía suficiente con diferenciarme por la estatura y la palidez. Decidí comentárselo a mi madre. No lo tomó de la mejor manera. Recuerdo que comenzó a platicarme sobre toda esta suerte de eventos infortunados que tenían que ver con la familia de su madre y los oscuros sucesos que les acompañaban. Una de sus primas había acabado con su vida dando sólo inexplicables razones. La madre de esta, luego del siniestro, aseguraba recibir frascos de un perfume único que provenía de las manos de la muerta. Sugirió que bendijeran mi habitación y, de paso, toda la casa. Al mirarla preocupada, no supe cómo decirle que en lugar de bendecir mi habitación ó cualquier otra de la casa, me parecía más acertado bendecir lo que yacía dentro de mí.

viernes, 3 de abril de 2009

Mala televisión

Hay por ahí una serie televisada que sabe entretener al público entregándoles, de sutil manera, la vasta mediocridad de su protagonista. Dicho esto, Ud. podría preguntarse: ¿Porqué, entonces, verla? De acuerdo a las costumbres cabalísticas, si uno quiere alcanzar la luz, tendrá que, en primer lugar, ponerse en contacto con la oscuridad. Así es como una muchacha joven —mirada expresiva, cabello rubio, cuerpo frágil— resulta ser la esquelética mano que gira, en sentido horario, la llave que dejará entrar la oscuridad característica de nuestros días.
De ella, los escritores, han decidido mostrar, con especial énfasis, sus carencias. Consecuente con los fatídicos colores que le componen, la protagonista no resuelve sus problemas de la manera más adecuada. Sino, al contrario, toma acción sobre ellos de tal manera que le ocasionen un doble daño: uno que es propio del problema originario y otro, más espinoso, que proviene de su respuesta. Más que un masoquismo explícito, es mi creer que los escritores han decidido construír a esta muchacha con un envoltorio que ocasione compasión. Al verle, es inevitable sentir una alianza firmada en términos de humanidad. Siendo un poco más estricto, podría decirse que los escritores han encontrado la forma perfecta de darle al clavo que presiona la cabeza de los espectadores: uno que, martillando fuerte, penetra en un campo de imposibilidad: uno que es, inminentemente, zona de mediocridad.
Estoy totalmente consciente de la condición que posee la televisión de estos días. Al mismo tiempo, también estoy consciente de la condición que nos envuelve a nosotros: los hombres de estos días. Supongo que sería irresponsable de nuestra parte quejarnos de lo que deciden poner ante nuestros ojos. Digo, cómo sea que se le vea, los programas de la televisión están creados para casar encantadoramente con sus posibles espectadores. Así es como uno llega a ver que si estos señores creyeron que la mejor manera de atrapar a una audiencia era con los relatos de una muchacha caótica: en algo habrán tenido razón.
La serie tuvo éxito aquí y en otras partes. Tuvo, en tiempo pasado, por que ahora ya no lo tiene. Quizá contrataron a otros escritores: a unos que veían las cosas de otra manera, de una definitivamente más artificial. Hicieron de nuestra muchacha una dama con compromisos, con una vida prácticamente resuelta. A los que la acompañaban, los pusieron a experimentar mil y una situaciones diferentes. Los que fuimos fieles a las temporadas exitosas, sabemos que ella no pudo haber cambiado así de fácil. Los que somos más fieles —quizá casi fanáticos— tenemos la gloriosa oportunidad de ver una y otra vez a la protagonista cometer los mismos errores en los episodios repetidos.
Se me podrá acusar de lo que sea: pero, no dejo de encontrar encantadora la forma en la que esta mujer se asemeja de graciosa manera a nuestras vidas. Estos son los tiempos de la oscuridad. Para no sonar sólo desesperanzado, debo agregar que espero que de algún lugar, de algunos escritores, surja otro libreto: uno que muestre cómo paulatinamente hemos despertado de este aletargamiento. Ahora bien: sería magnífico que fueran los mismos escritores de esta serie. Sería aún mejor que se tratara de la misma muchacha: de una que no es ni ligeramente parecida a la que se nos muestra ahora. Pero, también, la gula es un pecado. Y supongo que no se puede experimentar tanto con los seres humanos.
¿O sí?