viernes, 24 de julio de 2009

Tanto la víctima como el verdugo

Él sabe. Sabe que detrás de su rostro suave hay una buena cantidad de golpes. Sabe que aún no puede dejar atrás ni el jardín, ni el niño que alguna vez descubrió en este. Sabe que le tomará mucho tiempo besar con los ojos cerrados. También sabe lo que alguna vez vio y ahora no puede ver forma parte de lo que el presente le arroja como su reflejo. Sabe de sus pasiones. Sabe exactamente cuáles de ellas no puede controlar. Sabe moverse con la suficiente delicadeza para no salir herido. Sabe que prefiere platicar con un cigarrillo que hacerlo sin él. Sabe algunas cosas de él. Sabe algunas cosas de los demás.
Él no sabe. No sabe como se siente la entrega absoluta por que apenas y ha rozado el fenómeno. No sabe cocinar si no es con los mismos sabores que siempre ocupa. No sabe que decir sobre algunos temas de política. No ha decidido aún si cree o no cree en Dios. No sabe si estará aquí el día de mañana. No sabe cómo reaccionará la próxima vez que se encuentre frente alguna emoción más grande que él. No sabe como dejar de escuchar boleros. Tampoco sabe lo que esto le hará la próxima vez que suceda.
Lo más importante es que no sabe cómo detenerse. Y esto último él lo sabe perfectamente.

miércoles, 22 de julio de 2009

Bonjour tristesse

De habernos conocido, ella y yo, nos hubiéramos arrastrado con nada más que la mirada a la parte más oscura de un salón. Aunque el tiempo nos haya jugado una mala pasada, Francoise Sagan y yo nos logramos encontrar en su primera novela. Bonjour tristesse (1954) es un relato exquisitamente corto en donde el lector es guíado, a través de las circunstancias, por la voz de su protagonista.

Como ya ha pasado antes, la voz de este personaje es la voz de una mujer joven. Una que se atropella con sus mismas palabras, se nutre de sus misma oscuridad. Se mueve únicamente bajo sus propias reglas y sus propias reglas se rompen bajo el espíritu salvaje que sólo sabe dar la juventud.

Para dejar de lado mi natural atracción hacia el caos y el exceso, debo señalar que el retrato que muestra un espíritu como este es uno que funciona para recordarnos la violencia que puede llegar a habitar dentro de nuestros corazones y lo exquisito que puede llegr a ser dejar de lado los convencionalismos y entregarse al placer más abrasador. Después de disfrutar de las palabras de Sagan, lo importante es reconocer que dentro de nosotros también reside una muchacha de dieciesiete años; capaz de mantener un estilo de vida poco noble y de rechazar la oportunidad de modificarlo aún a pesar de que aparezca con el rostro más sobrio y elegante que pudiésemos buscar. Aún a pesar de que ese rostro se parezca a la felicidad.

Francoise y yo lo reconocimos. Lo sabemos por que, cada quién durante su momento, insistió en mantenerse al lado del voraz espiritu de la juventud. Los dos confirmamos que la razón estaba de nuestro lado cuando nuestras miradas sedujeron a los hombres y a las mujeres de la manera más encantadora posible. Los dos entendimos adónde nos llevaba esto cuando despertamos una que otra mañana con la boca seca, las manos tristes y con un montón de recuerdos construídos con bebidas volátiles y besos efimeros. Los dos dejamos de luchar contra ello cuando nos dimos cuenta que tarde o temprano terminaríamos haciendo lo mismo.




miércoles, 15 de julio de 2009

IV Al viajero lo hace el viaje

Entre otras cosas, decidí que lo mejor para sosegar mi violentado espíritu era armarme de una pequeña maleta, despedirme cuando todos dormían, tomar una ración de dinero que, sabía, no sería suficiente y emprender un viaje: un viaje junto con la soledad. Así es como visité dos ciudades totalmente distintas pero que, dentro de mí, hacían florecer los mismos ojos serenos y una sola boca calma que apenas se movía para dejar escapar pequeñas raciones de aire que funcionaban de la misma manera que lo hacen los cigarrillos en el corazón del hombre que fuma para abrasar toda la tristeza que le invade. El hombre poco sabe de sí y mucho tarda en entender que dentro de él mora el ánimo que desprenden, con sus luces, las ciudades enteras que, tiempo atrás, se construyeron con unas manos que no son muy distintas a las de él. Al viajero lo hace el viaje y el hombre mismo es los dos: tanto un viajero, como un solo viaje que está compuesto de infinidad de distintos rostros.

De la primera ciudad recuerdo con exactitud sus calles empedradas y la peculiar forma que tenía de recordarme por las tardes, cuando una vasta sábana de colores naranja se acurrucaba desde el cielo y se entreponía entre mis ojos y las casas, una misma canción que habla de una ciudad en Francia y lo hace con acordeones y una voz que baila, de arriba a abajo, en el espacio que el tiempo le ha permitido. En ella, tomaba café con familias de extranjeros y bebía cerveza amarga en un bar que era administrado de hermosa manera por inquietos jóvenes que tenían ya mucho tiempo de haber partido de sus países de origen. Por las noches, adormecido por el cansancio y el licor, tarareaba la misma canción que ocupaba mi cabeza durante el día hasta quedarme dormido. Dormía, todo yo, en una celeste quietud.

Para llegar a la segunda de las ciudades que visité, tuve el suficiente tiempo de viaje como para pensar en todo lo que hasta ese día había acontecido. Sin embargo, no fue así: una especie de desmesurado sosiego me invadió y permanecí inmóvil, callado. Recuerdo haber despertado cuando en algún momento el bus en el que viajaba cortaba el denso aire que se mueve alrededor del lago más grande de la región: sus grises colores inundaban el panorama, Tuve unas repentinas ganas de gritar, pero me contuve y la desesperación desapareció con el trago de saliva que dí antes de volver a dormir. A la ciudad, llegué por la noche sólo para encontrarme infinitamente agradecido por tener la oportunidad de ver, desde un balcón, como todo un valle de luces se mueve en el vaivén de una hamaca invisible que parece alentar a los hombres a que sueñen para rápidamente envolverlos, presas oníricas, en un sueño colectivo que tranquiliza hasta el más insomne de ellos.

A diferencia de lo que yo creía, mi espíritu no encontró sosiego. Se me vió regresar con una oscura mirada que revelaba el haber sido partícipe de una verdad magnífica. El desplazamiento físico del que fui sujeto fue sólo un instrumento que reveló, con hermosas ciudades y con un espíritu rejuvenecido, que el viaje que realmente necesitaba era uno para el que no se necesitan maletas y que toma lugar dentro de uno mismo. Para este viaje necesitaría todo el tiempo del día y toda la fuerza de mi corazón. Para este sólo viaje tendría que estar dispuesto a dejar todo lo que tenía. Pero, más grave aún: para este viaje tendría que ser como aquellas flores que ceden la belleza de su vida ante el magno brazo del antigüo Invierno. Naturalmente, lo último que esto traía consigo era sosiego.

martes, 14 de julio de 2009

Un beso, una puerta

Debo confesar que se me hace irresitible hacerlo. De manera inmediata cierro los ojos. Al desconocido, lo atrapo con el antebrazo. Lo empujo hacia mí de tal forma que el temblor que recorre mi torso sea, por los minutos que dure el fenómeno, un asunto de mutuo sufrimiento. La parte baja de la palma de la mano, sobre la parte trasera del cuello, se mueve de forma vertical. En ambas direcciones. He aprendido que este movimiento intensifica la sensación. Envía una corrriente metálica que, si bien ejecutado, sube y baja por la columna vertebral. Cuando exitoso, esto hará que el sujeto se vea obligado a pararse sobre las puntas. Este último acercamiento crea una especie de burbuja. La tensión se hará presente. Los involucrados pueden llegar hasta gestar emociones en sus interiores. De realizarse de manera adecuada, este procedimiento aligera la cabeza. Afloja los brazos. Hace que florezcan pensamientos. Disimula los sonidos que ocurren alrededor y, finalmente, consigue una que otra mordida en los labios. Hay algunos, como yo, que creemos que es posible conocer el mundo a través de la piel. Claro, hacerlo de esta forma es más peligroso que hacerlo a través de la cabeza. Aún así, es definitivamente más estimulante. Los que seguimos esta rutina lo hacemos así con la esperanza de que un buen día, al abrir los ojos, las luces continúen a medias. En el mejor de los casos: apagadas. Si no es el caso, se ordena otra copa en el bar. Se dice adiós de manera educada. Se regresa a casa. Se elabora un nuevo plan. Se confía en que la próxima vez la comunión de la carne traiga consigo al mundo entero. Si no, al menos la cáscara.

viernes, 10 de julio de 2009

Corte, pausa, acción

En algún lugar, durante mis veintidós años, mi vida y yo nos separamos. Para hacer de nuestra escisión algo definitivo, decidí mudarme lejos de ella. La última vez que nos vimos fue el bar más cercano de casa. Concertamos este sitio por cuestión de gusto mutuo. Los dos sabíamos que nuestra relación había comenzado en un bar: nada mejor que un par de copas para terminarla. No platicamos demasiado. El hastío era fácil de percibir. Nos despedimos con beso en la mejilla antes de la medianoche. En el sitio en donde me encuentro ahora he hecho todo lo posible por sustituírla. Para hacerlo de la mejor manera, uno debe hacerse de sitios favoritos, de relaciones breves e intesas; de largas y sostenibles. Se trata de conseguir asociar la efervescencia de los momentos con la tierra que uno pisa mientras los gesta. Lamentablemente, no he conseguido hacerlo. De alguna forma, el tiempo es pálido. La incesante presencia de la lluvia logra lavar los trazos burdos que dibujé sobre los rostros, las paredes, los árboles y cualquier otra cosa que tuve a mi alcance. Ayer por la tarde telefoneé a mi vida. Le dije que la llamada era para consultar sobre unos papeles que necesitaba tener en orden. Después del protocolo, entramos en calor. Sonreímos recordando buenos momentos. Hubo un silencio incómodo que corté fingiendo una visita. Le dije que me llamara cuando quisiera. Que estaba a la orden para cualquier consulta. La oí triste. Muy llana. Como ahora ya son más de las tres de la tarde y aún no he recibido llamada, he decidido llamarle de nuevo. Después de una pila de palabras atropelladas, dejé las excusas. Le dije que la extrañaba. Que no había podido construír otra vida. Que la mía era ella. Según lo que me comentó, no me costará reconocerla. Aún es flaca y fuma. Me dijo que me esperaría en el centro de la ciudad. Será mañana por la tarde. Que no me preocupara. Que no hay resentimientos de por medio. Que podemos retomar lo nuestro como si nunca hubiera existido pausa alguna. Que a ella si le gusta viajar. Que la próxima vez que parta podré llevarla conmigo. Que, si me animo, podemos construír una vida nueva los dos. Que a ella no le importaría engordar si es bajo la intención de inyectarle más vida a lo nuestro.

lunes, 6 de julio de 2009

Breve nota del escritor

Por lo menos en mi caso, este negocio trata de saber cómo encerrar, en una jaula, un fenómeno que por su misma definición ni nos pertenece, ni tampoco es posible de encerrar. Uno se dedica a esta actividad por que así se lo exige el corazón: aún los intentos más torpes de capturar lo inefable producen una especie de elevación que no es posible de duplicar con instrumentos materiales. Claro, puede ser irritante. Uno sabe que ni las palabras que ocupa para construír la prisión, ni las formas que tiene para llegar a encerrarlo son suficientes. Pasará mucho tiempo antes de que se sienta la satisfacción de haber plasmado, en una dimensión de este mundo, algo de lo que construye —o, en todo caso, destruye— al espíritu. Si a esto, además, sumamos el hecho de que los fenómenos que se buscan no están al alcance de las manos, entendemos que se está frente a un movimiento desgastador. Por eso no es tan difícil entender a aquellos que dedican su vida entera a esta actividad. Después de todo, su misma naturaleza exige la totalidad del espíritu. Comprometer la salvación. Como yo, habrán existido algunos a los que las más extrañas de las construcciones de palabras han de haber perseguido por la noche; inundando la cabeza de pulsos muy pesados para saberlos llevar con naturalidad. Como yo, habrán existido muchos que pensaron que este negocio no era para ellos. También, como yo, habrán algunos otros que se convencieron que por más razones que se busquen uno está hecho para esta autoflagelación. De cualquier manera —y al menos en mi caso— este negocio enseña a tener paciencia. Hay que esperar que la cabeza se alinee con el espíritu. Hay que esperar, además, que las palabras broten de los dedos, como flores, como viento, como lluvia, como monstruos, como lo que sea; revistiendo al fenómeno de todos los atributos que su condición exija. Lo que quiero decir es que hay que esperar el momento indicado para que la pasión abrase al sujeto: haga de este un mero trapo y construya, de la mano del anterior, una jaula digna para lo que podría ser, aunque sea, si Dios lo permite: la cola, la pestaña, la ceja, la voz, la sombra, lo que sea, del fenómeno mismo al que uno se refiere y que está escrito para ser devorado por toda la humanidad.