domingo, 30 de agosto de 2009

Un pequeño desajuste, nomás

Para comenzar, hay que entender de dónde provenía. Venía del dolor. De esos que son pasillos muy angostos para el cuerpo. En esencia, agotadores. Buena parte de lo que había sido su vida en esos momentos, correspondía a la integración de todo lo que había dejado de fuera. Eso que nos corresponde, pero no nos gusta reconocer. No cabe duda que cuando consiguió hacerlo, su espíritu cayó en regocijo. Su semblante se suavizó. La vida era entonces una celebración. El tiempo que siguió a este fenómeno era muy ligero. Llegaba y se iba con premura. Nada parecía muy estable. Tampoco, definitorio. Su cuerpo parecía haber olvidado el pesado capítulo que acababa de recorrer. Su espíritu no. Nació, ahí, un desfase. Cuando esto sucede y no se toma el tiempo de solucionarlo, el cuerpo y el espíritu avanzan en direcciones disímiles. El desfase se convierte en una brecha. La brecha en un abismo. Como es imposible separar al hombre en partes, se inició una batalla. Diferente de la primera. Quizá, peor. No es lo mismo pedirle retroceso al hombre que ha conquistado algo que hacerlo con el que aún no conoce la apropiación. Nuestro personaje era muy orgulloso para reconocer lo que le debía al dolor. No tenía intención alguna de volver el rostro hacia él. En esto tenía razón. En lo que estaba equivocado era en la manera en que había de regresar a él. No era necesario el sufrimiento. Sino, la apertura. Lo maravilloso del espíritu que se encuentra adoleciente es que es el más sensible de todos. Se nutre más que ninguno. Como él no supo hacerlo, el dolor le reclamó. Esta vez, con más violencia. A nuestro magnífico personaje le tomaría cierto tiempo adicional ajustar sus circunstancias. Una vez lo haga, confiamos en que su espíritu será, de todos, el más hermoso.

martes, 25 de agosto de 2009

Dos días

Carlos era un hombre muy afortunado. Su vida estaba formada por dos tipos de días. Diferentes los primeros de los segundos, pero exactamente iguales cuando se trataba de la misma clase. Al primer tipo de días, él les llamaba los días malos. Se caracterizaban por tener minutos largos y viscosos. Semejantes a la saliva del sediento. Durante estos días, cualquier movimiento era brusco; el sol, siempre incisivo. El ánimo que les rodeaba era necesariamente el mismo. La sensación de bordear un abismo, llenar la garganta de brea, rozar con atrevimiento la locura que viene de la exasperación. La mayor parte de los días eran de este tipo. Se le hizo necesario, para aliviarlos, desarrollar una suerte de rutina. Los días los comenzaba y los terminaba de la misma manera: con una ducha caliente de más de treinta minutos. Se evitaban comidas pesadas y se elegían únicamente bebidas frías. La música: jazz. Pero no del tipo que desborda en frenesí y se caracteriza por muy caótico; sino, del otro: del que envuelve a la tristeza y se escucha como habría de escucharse una música ejecutada por fumadores. Era una rutina totalmente sensorial. Carlos había descubierto que a través del placer que le otorgaban estas actividades, su espíritu conseguía reposo. Si no un sosiego duradero, al menos uno fugaz. Además, no podía emborracharse siempre que le diera la gana. Hacerlo empeoraba con creces los días malos. De cierta forma, Carlos estaba acostumbrado a la compleja sensación en la que se sumergía durante estos episodios. Aunque doloroso, le parecía natural estar envuelto en un vaivén de pena y placer. Después de todo, su existencia era una que se encontraba dolorosamente encajada entre lo que conocemos todos y aquello que sólo conocen algunos. Eso que es algo más. Aunque él desconocía este razonamiento, su espíritu lo intuía y esto último le brindaba un pequeño respiro de resignación. Por otro lado, Carlos tenía otro tipo de días. A estos días les había designado como los días buenos. Para ser justos con él, habría que decir que realmente no eran lo que se conoce como días buenos. Les llamaba así por que simplemente eran distintos de los malos. Estos siempre acaecían poco después de lo que él consideraba los días más duros entre los duros. No es que él estuviera encantado con estos días; pero, al menos, no traían consigo el castigo físico que tanto caracterizaba a los primeros. Aún así, lo que estos días traían era más grave de lo que Carlos sabía. A todas luces, les prefería. Siempre eran días de tormenta. Los elegía concientemente aún a pesar de que eran estos días los que estaban envueltos en un luminoso manto apocalíptico. Anunciaban cosas que él no entendía. Avalaban a las voces que él sólo escuchaba en los sueños. Le daban sentido a todo aquello que Carlos sospechaba y había sospechado, en secreto, en inquebrantable conspiración consigo mismo. A este tipo de días, no les buscaba aliviar; en todo caso: lo contrario. Los vivía en su habitación. Sin más sonido que la lluvia. Sin más sensación que el movimiento de los pulmones en el pecho: llenándose de vida, vaciándose de ella. Carlos sabía perfectamente que en su vida había dos tipos de días. Sabía qué hacer con ellos. Sin reconocerlo en voz alta, Carlos estaba totalmente dispuesto a vivir con fervor como la víctima de su destino. No le importaba que los primeros días le magullaran, siempre y cuando a esto le siguiera la sensación de caída que anunciaba la llegada de los segundos. Era una combinación irrepetible. Gloria y verguenza íntima. Violento secreto. Sueño y realidad. En fín, sus dos días eran todo aquello que es el espíritu cuando se ensancha para casar con lo que no puede y que es eso que, con toda propiedad, debe llamarse Belleza.

domingo, 16 de agosto de 2009

Lo in-habitable

Hasta hace unos días, esta no era vivienda extraña. Al menos, en apariencia. Tres habitaciones, un jardín pequeño, cocina y sala-comedor. Nada del otro mundo. Los inquilinos que viven debajo del suelo y al margen de las esquinas, decidieron que era momento de entregarme un mapa completo de mi hogar. Algo habrá tenido que ver mi constancia en el ciudado de los geranios y, sin ánimos de modestia, mis invitaciones a cenar que siempre fueron bien recibidas. De acuerdo al nuevo mapa, mi vivienda se extiende desde aquí, por debajo del suelo, hasta una profundidad difícil de adivinar. No me mostré muy sorprendido. Algo de eso sospechaba por los sonidos que venían desde ahí en la noche y que, con el tiempo, dejé de confundir con los sueños. Como nunca he sido muy confiado, acepté la invitación a recorrer las nuevas locaciones con algo de descontento. Tampoco me sentía cómodo con la constante presencia de los inquilinos del otro lado. Aunque buenos comensales, me parece que siempre andan de prisa. Sus pequeños pasos pueden llegar a ser irritantes. Cuando finalmente conocí el lugar, quedé encantado. Resulta que acá abajo las paredes están construídas con retazos de lo que llevo y he llevado adentro. Hay paredes enteras que, aunque saben a mi nombre, me son totalmente desconocidas. El inquilino más antiguo me ha explicado que entre más se avanza en el edificio, más se va descubriendo algo de la profundidad de mi pecho. Me ha dicho que, en términos convencionales, esas son las zonas más exclusivas para habitar. También dijo que aún no estoy listo para conocerla: aún si se trata de mi propiedad. Su invitación es que me mude ahí abajo. Junto a ellos. Piensan que es la mejor forma de convertir este lugar en una fortaleza. En algo así como un mundo completo. Les he dicho que no se preocupen. Que mañana mismo estaré ahí. Dejaré la superficie inhabitada. Cuando me preguntaron por los geranios y las cenas, les dije que no había problema. Que aquí abajo crecerían geranios nuevos. Que las cenas serían banquetes.

miércoles, 12 de agosto de 2009

A los ojos

Es posible. Es posible viajar tiempo atrás con tan solo una mueca. Es posible arrasar la paredes de una ciudad sólida, moralista y apropiada, cuando quién mora en esta habitación es el deseo. Es posible guardar en la misma cesta la manzana del odio y las flores del amor. Es posible que en el primer minuto nada tenga sentido. Es posible que en el segundo todo sea armonía. Puede suceder que quién haya defendido a Dios, sea ahora fiel ejecutor del Demonio. Es posible morir en los sueños. Es posible —y es maravilloso— nunca volver a despertar. Es posible que Ud. y yo nos crucemos en la calle del Tiempo. Es posible que nos amemos. También es posible que nos odiemos. Puede suceder que el que haya muerto, regrese. Puede suceder que el que esté vivo, se vaya. Es posible comprometer la salvación a cambio de la carne. Es posible que la carne sea la salvación. Son posibles sus ojos. Sé que son posibles por que bastó mirarle a los ojos para comprender que todo lo que aquí construímos depende directamente de si sus ojos vuelven a mirar a los míos.

lunes, 10 de agosto de 2009

Entre nosotros dos: el mar

Hay un hombre frente al mar. No es la primera vez que se encuentra ahí: los pies en la arena, la mirada fija y, dentro de él, un vacío que sólo se sabe llenar con el vaivén de las olas oscuras. Hace no mucho tiempo estuvo otro hombre frente al mar. Tampoco era la primera vez que se encontraba ahí. También puso los pies en la arena y la mirada fija. También creyó que su oscuro vacío podía ser aplacado con toda el agua del mar. Entre el primero y el segundo apenas hay un año de separación. Entre el segundo y el primero hay una diferencia de profundidad que se sabe reconocer en la mirada. Lo que el primero sabe, aún no lo puede lo saber el segundo. Lo que el segundo no sabe, el primero lo conoce con toda propiedad. Sin embargo, los dos han estado de la misma manera frente al mar. Tanto el primero, como el segundo han sentido desde tiempo atrás una atracción inexplicable hacia lo que ahí reside. Los dos le han soñado. Los dos han guardado su sonido detrás de los ojos. La gran diferencia entre el que ahora se encuentra ahí y el que ahí estuvo radica en que para el segundo la tempestad está sólo en las olas; mientras que para el primero la tempestad está dentro de sí. La maravillosa coincidencia entre los dos es el tiempo. El tiempo que le tomó al segundo convertirse en el primero. El tiempo que le tomó al primero convertirse en el mar.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Sueño

Apareció ahí. Detrás de una puerta blanca. Antes de que pudiera decir algo, desperté. Mis sueños siempre han tenido la hermosa característica de dejarme un ligero dolor de cabeza. Es por su complejidad. Por la grandiosa coincidencia de rozar con tanta violencia el espíritu que le dejan trémulo y, por consiguiente, atormentado. Durante un buen número de días, estuve en presencia de un nuevo invitado. Se trata de una mujer. No muy joven. No muy hermosa. Mirada lastimera, ojos cansados, piel morena. Decidió que la mejor manera de encontrarme era a través del bosque onírico en el que me he movido con tanto temor y asombro. Lo hizo de manera sigilosa, casi humilde. Su tacto era tan delicado que logré recordarla hasta el penúltimo día que decidió visitarme. Apenas y sé de ella. Sé que le gusta ubicarse detrás de puertas que me son muy familiares. La recuerdo detrás de la puerta caoba de la que alguna vez fue casa de mis abuelos y que, en cuestiones del corazón, corresponde a la puerta de mi infancia. Detrás de las puertas del armario de mi antigua casa o, en otras palabras, detrás de la puerta en la que descubrí el sendero en el que ahora me muevo y que, distinguidamente, está teñido de oscuridad. Cuando estuvo detrás de la puerta blanca que me llevó a la más honda de las tristezas fue cuando me dijo sus razones. Para decirlo, colocó sus ojos hacia arriba. Logró concentrar el brillo de los mismos en un sólo punto. Puso su mano sobre las mías. Hace un buen tiempo que ella no está en el mundo de los vivos. La última vez que la ví recorrimos todos los mundos en los que mi espíritu ha sabido viajar. Íbamos de la mano. Junto a ella, los pasillos son más cómodos. Las puertas, menos imponentes. Pienso en ella todos los días. Aún no sé a qué se debe nuestro encuentro. Quizá está encantada con haber encontrado un compañero de viaje para estas tierras en la que confluyen tanto su memoria, como mi vida. He decidido preguntárselo la próxima vez que nos veamos. Antes de hacerlo, quiero mostrarle cómo se ve mi cuerpo cuando ella posa sus dedos fríos sobre mi rostro.