sábado, 28 de noviembre de 2009

El misterioso inquilino

Cuando mi padre decidió heredarme su casa, hace ya más de veinte años, sabía perfectamente que iba a hacer con ella. En cuestión de meses, la transformé en un hostal. La propiedad se prestaba para ello. Un jardín al centro, corredores amplios, ventanas grandes, aire y luz de tranquilidad durante las tardes. Como con cualquier acontecimiento en mi vida, nunca pude obtener plena satisfacción del regalo. En el título de la propiedad, se leía una advertencia para el dueño de la misma. La propiedad venía con un inquilino. Uno del cual el dueño no se podría deshacer. Decidí pasarlo por alto. Después de todo, esto parecía la oportunidad perfecta para librarme del trabajo que llevaba haciendo para un banco internacional hacía ya más de diez años. El dinero que me hacía falta para conseguir mudarme de ciudad, también lo podría obtener del nuevo proyecto. El inquilino, en ese momento, era de mis últimas prioridades. Era un muchacho de apariencia frágil, piel muy blanca y una voz tan sublime como las voces que uno alguna vez escucha y coloca muy atrás en la memoria. Hasta el día de ahora no sé su nombre. Nunca se lo pregunté, ni tampoco lo dijo alguna vez. Durante los primeros días del negocio, su presencia fue me insignificante. A medida el hostal aumentaba en visitas, el misterioso inquilino fue desarrollando hábitos que lograban incomodarme de abrupta manera. Le daba por escuchar una sola canción compuesta en los tiempos antiguos y que, de ser escuchada muchas veces, logra calar en los huesos hasta el punto de desear la misma muerte. A parte de eso, el aire que expelía su habitación tenía la capacidad de acabar con todos los geranios que había decidido colocar afuera de las ventanas de las habitaciones. Cuando finalmente tuve el coraje de reclamarle, sus ojos me vieron de una manera indescriptible y me marché cargando en el corazón la tristeza más grande que jamás había conocido. Un hombre como yo, de cuarenta y tantos años, no puede darse el lujo de perder el negocio que nació con el único objetivo de darle a mi vida ese je ne se quoi que se me negó durante la juventud. Resulta lógico que haya decidido deshacerme de él. Decidí hacerlo durante un sábado por la tarde. Era en estos días y a esas horas cuando el oscuro inquilino tomaba siestas que duraban hasta el domingo por la noche. Le disparé en la frente y en el estómago con una escopeta que venía con la casa y, además, tenía la capacidad de darle al hostal un aire avejentado. Un par de minutos después de haberlo asesinado, la casa se estremeció hasta sus bases. El inquilino formaba parte visceral de toda la construcción. Sus hábitos eran la forma que él tenía de alimentar este lugar. Después de su muerte. el hostal ha perdido todo su encanto. Los ingresos se han venido para abajo. Los ánimos, también. Hace una semana conseguí un comprador para la propiedad. Como tiene una buena ubicación, no me fue difícil conseguirlo. Ayer, mientras observaba a los nuevos propietarios derribar los muros, no pude evitar pensar que la vida había sido increíblemente bondadosa dejándome poseer lo que yo tanto había deseado; y que yo, una vez más, había sido lo suficientemente estúpido como para dejarlo pasar.

jueves, 26 de noviembre de 2009

De como reclamar el nombre propio

Desde el inicio de los tiempos, la decisión del nombre ha sido cosa ajena a la voluntad de los mortales. En el tiempo antiguo, fue cuando los hombres estuvieron más cerca de ejercer alguna injerencia sobre el asunto. Fueron los días de los dioses y el Destino. En nuestro tiempo, estamos tan alejados de nuestro verdadero nombre que, a algunos de nosotros, nos ha tocado vivir con uno que no es el que estremece a nuestro espíritu cuando mencionado. Prueba de ello resulta la observación de nombres tan vulgares que ocasionan risa o vergüenza al pronunciarse. Sino, la asignación de un conjunto de palabras distintas de un nombre de parte del amante para referirse al amado. La distancia en letras, palabras y significados que existe entre el nombre verdadero de una persona y su nombre de mundo; es directamente proporcional a las letras, palabras y significados que se usan para definirle. No tendría que ser así. El nombre, si verdadero, sólo basta de una boca que se atreva a pronunciarlo para implantar —apoyándose de los sentidos— una serie de reacciones en el espíritu de quién lo ejecuta. Resulta lógico señalar que la única posibilidad de conocer nuestro verdadero nombre en este mundo, se encuentra en lo que se podría definir como un espacio paralelo al mundo que conocemos. Un lugar que también tiene su propio nombre; pero que, por conocerlo a oscuras y no totalmente, no puedo llamar adecuadamente. Para dirigirse a este sitio, se debe tener la voluntad necesaria para hacerlo. Paradójicamente, la mayoría de nosotros no podría gestar las condiciones necesarias para generar esa voluntad si no fuera por una suerte de eventualidades que están fuera del alcance de nuestras manos. Dicho de otra manera: para dirigirse de manera voluntaria al lugar donde finalmente nos llamarán por nuestro verdadero nombre; en primer lugar, hay que dejarse arrastrar por aquellos fenómenos que parecen ir en contra de nuestra sanidad. De cualquier manera, no basta únicamente visitar este sitio. Las poquísimas veces que he conseguido dar con el lugar, me encuentro con susurros muy bajos, distintos idiomas, agudos muy altos: una mezcla incomprensible de voces que se encuentra en una frecuencia diferente a la que estamos acostumbrados a escuchar. De esto, no puedo sino concluir que seremos merecedores de nuestro verdadero nombre hasta que hayamos forjado el molde que lo reclama para que implique las mismas cosas que el mismo sugiere. Al momento de escuchar por vez primera nuestro único nombre, no debe existir distancia entre lo que él significa y lo que nosotros somos. Sino, sucederá como aquellos que, de alguna u otra manera, llegaron a escucharle y al no poder cumplir las implicancias, no vieron otra salida más que el deceso por vergüenza. Probablemente, todo esto suene fatal e inalcanzable. Pero, en busca de mantener los ánimos elevados, habría que agregar un último detalle en relación al tema. El ser humano es el único animal capaz de conocer su verdadero nombre. Es fácil comprobarlo. El nombre que nuestros padres nos atribuyeron, nuestro nombre de mundo, posee —aún con sus innumerables fallas— la habilidad de recrear, dentro de los parámetros de este mundo, una réplica minúscula del efecto que tendría nuestro verdadero nombre sobre nuestro espíritu. Si ha Ud. le ha sucedido que su corazón se ha hinchado o encogido a causa de la forma en la que han o no han pronunciado su nombre de este mundo; imagine el placer o la tristeza que le arrastrará cuando finalmente algo mucho más magnífico o terrible que Ud. lo gesticule con unos labios y una voz que nunca Ud. concibió antes.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Extender las horas del día

Aunque haya quedado atrás, cada uno de nosotros recuerda el momento en el que finalmente nos reconocimos unos a otros. Por supuesto que no fue grato. Éramos muchos en un espacio que, al final de cuentas, nos quedaba muy pequeño. Fue por la noche. Tenía que ser así. Por la noche guardábamos silencio. Algunos, por cansancio. Otros, por contemplar la siniestra quietud que la caracteriza. Una vez fueron apareciendo todos los ojos que se resguardaban en una misma habitación, comenzó la guerra. Nos hicimos añicos. Hasta que fuimos mucho menos que uno solo, pudimos comenzar desde el inicio. Nos reconciliamos. Nos dimos las manos. No tocamos los labios. Besamos las palabras del uno y del otro. De una manera difícil de explicar, nos volvimos más. No exactamente más fuertes. Sino, lo contrario. Éramos una amalgama inseparable: toda ella al margen del más sútil de los movimientos. Nos declaramos hijos de la noche. En la crueldad de la noche, se podía identificar un llanto, como himno, que subía por las paredes y se disipaba con la oscuridad.
El tiempo ha sabido dejar huella. Seguimos unidos en esta contienda. Ahora nos enriquecemos de la luz. No de cualquiera, sino de la que rebota de las hojas y las ventanas de los edificios después de que el día ha cedido al sacrificio del mediodía. En materia de estas cosas, somos unos niños. Apenas y hemos aprendido a vernos los rostros bajo esta cortina castaña que nos presta esos meses del año que, de manera apresurada, se dejan caer por los rascacielos. La noche no ha perdido su encanto. En todo caso, se ha revestido del mismo. Nuestra comunión comienza por las tardes. Nuestra muerte, por las noches. Nuestra única habitación sigue siendo muy pequeña. Con la gran diferencia que ahora no nos sofocamos hasta morir. Extendemos nuestras extremidades hasta asfixiarnos con la dulzura del que pone toda su voluntad del lado del exterminio.
Y en este eterno sacrificio, se nos va la vida entera.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Puerta cerrada

A decir verdad, nunca me he sentido muy cómodo con las nuevas visitas. Con el tiempo, esto dejó de ser una falta para convertirse en eso que convenientemente definimos como un rasgo de la personalidad. Soy más del tipo reservado. Me gusta bajar las escaleras a un salón vacío; acompañado nomás que por la luz anarajanda de la tarde. Además, me gusta tener pleno control de todo aquello que dejo ver de mí mismo a las personas extrañas. Así, por ejemplo, evito quedarme a dormir en una habitación que no sea la mía. La luz de la mañana nunca me ha favorecido. De hecho, por algún lado escuché que la única forma de conocer genuinamente a alguien es estar a su lado para cuando da las primeras palabras del día. Nunca me he sentido listo, ni creo poder estarlo en poco tiempo, para un detalle de esta magnitud. Con la mayoría de mis conocidos, he logrado controlar la situación. Dejo que crucen la puerta sólo alguno de ellos. A los que no, tampoco es que los desheche como asuntos ordinarios. De ser posible, les doy un recorrido por los jardines de los alrededores y, sino, por lo que considero algunos de los sitios más importantes de visitar. El problema está cuando me encuentro con visitas que no necesitan tocar la puerta para entrar. Esos son los que se salen del margen. Como no los puedo controlar, me armo de toda mi paciencia y, si ando de buenas, platicamos un par de horas. Luego me disculpo y pretendo ir a la cama aunque tanto ellos como yo sepamos que lo último que vendrá a mí es la tranquilidad que necesita la cabeza cuando se aligera para dormir. Cuando ando de malas, lo cual ha ocurrido durante los últimos días, solamente ignoro su presencia. No me molesto, siquiera, en ofrecerles algo de tomar. Vale decir que esta práctica ha disminuído efectivamente las visitas. Al menos, hasta esta última semana. Uno de estos visitantes se ha valido de un sentido distinto a la vista para hacerse presente en mi habitación. Resulta que ha dejado un trazo de olor en el camino que ocupa aproximadamente doce pasos para llegar desde la puerta de mi habitación hasta mi colchón. El olor es desagradable: una intensa mezcla de madera con sudor. Los dos primeros días que estuve consciente del fenómeno, decidí ignorarlo. Me sentía incapaz de asimilarlo. No fue sino hasta el día de ayer que dije algo al respecto. Lo dije en voz alta. Debo reconocer que cuando encontré no más que el recuerdo de aquel olor en m habitación, sentí la lejana caricia que es la decepción del corazón humano. El olor se ha desvanecido. Ahora no me queda más que la incisiva duda de saber si esta política de puertas cerradas es lo que realmente más me conviene.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Callar al Demonio, saciar su sed

A pesar de lo ajustado, la falda de Dolores se deslizó por sus piernas sin mayor dificultad. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. Como cualquier otra noche, Dolores había salido con la única intención de enredarse en una situación tan compleja como la de esa madrugada. Estuvo platicando con personas medianamente conocidas hasta elevadas horas de la noche. De todas maneras, se trataba de pasar el tiempo con una copa y con una que otra boca que hablara. Cuando revisó su teléfono, se dio cuenta de la hora. Hace menos de dos meses conoció a un muchacho en un sitio que se conoce tanto por mantenerse abierto hasta horas no muy prudentes, como por permitir el consumo de cocaína. A Dolores nunca le había gustado la cocaína. Seguro, si la había probado. Pero, nunca se había considerado una experta en el tema. Esa noche le dio otra oportunidad. La suave luz del reflector bañaba el lado izquierdo de su cabello. Dolores parecía un fantasma. El muchacho se acercó a pasos aligerados. Decidió comenzar con una broma que ella no entendió. Lo invitó a tomar asiento. En menos de lo que Dolores decidió ordenar un whisky, él estaba acariciando la parte superior de su muslo derecho. Lo hacía de una forma tosca. No le importaba la mano de quién fuese, mientras fuera la mano de un hombre. La forma en la que lo hacía, era ya una nimiedad. El muchacho ofreció su casa. Por lo que decía, estaba cerca. Dolores había tomado un taxi para llegar al bar. Si tenía suerte, se ahorraría el taxi del regreso y este muchacho la llevaría a casa. Se detuvo. Lo pensó dos veces: ¿estaba dispuesta a perder el íntimo momento de dolor que es el regreso a su casa invadidad de olores que no son los de ella y empapada de caricias que no provienen sino de la noche? No, no quedaba duda. Tomaría un taxi de regreso a casa. La primera vez que entró a la casa de él, sintió unas intensas ganas de vomitar. Se contuvo y solicitó el tocador. A pesar de lo borroso del reflejo, pudo reconocer sin dificultad el trazo de sangre seca que se dibujaba sobre su labio superior. Si a él no le había importado, estaba bien. Lo dejó ahí. Desde muy pequeña, había tenido la extraña costumbre de dejar sus heridas a la vista. Para ella, observarlas era una compleja mezcla de placer y dolor. Mientras él estaba sobre ella, dirigía su mirada hacia el lado. Había algo trágico en la forma en que su brazo, pálido, rebotaba sin vida en aquel colchón. El muchacho le sugirió que se quedara a dormir. Ella no respondió. En el camino de regresó se dio cuenta que durante toda aquella travesía en ningún momento había visto los ojos de su verdugo. Le parecía tanto impersonal como necesario. Si quería mantener este hábito, tendría que recrearlo cuidadosamente. Al llegar a casa, se sirvió otro whisky. Dolores tenía veintitrés años. Desde que entró a lo que se conoce como la juventud, ha tenido un inmenso deseo por acabar con su vida. Como no puede hacerlo, la destruye por pequeños trozos. Sabía que este hábito acabaría con ella tarde o temprano. Pero, también sabía que se le hacía irresistible hacerlo. Bebió el último sorbo de whisky. Al posar la cabeza en la almohada, hizo un veloz recuento de todo lo que había hecho durante una sola noche. Una violenta tormenta de pesares se concentró en su pecho. Sólo así, con el corazón estrujado, conseguía dormir tranquila. La mañana siguiente tomaría una ducha larga. Quizá se arrepentiría de todo lo que acontenció la noche anterior, pero ella sabía bien lo difícil que era combatir el hambre voraz de la mujer -mitad mujer, mitad dragón- que llevaba dentro de sí. No sabía cuando terminaría todo esto. Mucho menos, cuánto era suficiente.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Encuentre la única diferencia

1
Para haber sido un hombre cuerdo, Diego ocupaba demasiado tiempo en contemplar las nubes. Sus favoritos eran los días en los que la luz de la mañana componía a las nubes de manera robusta. Sino, también tenía especial aprecio por los días en los que el viento las barría y las dejaba despilfarradas por todo el cielo. No dejaba de observarlas sino hasta tener completa consciencia de sus detalles. Era un ejercicio tanto doloroso como placentero. Dolía por que así se estremece el corazón del hombre cuando observa algo que no se puede contener bajo los principios de este mundo. Regocijaba por que eso es lo que provoca la casi invisible caricia de lo inefable en el pecho. A Diego se le hacía imposible separar lo uno de lo otro. El ejercicio lo construía y destruía mil veces al día. Para cuando se vino a dar cuenta, Diego estaba muy enganchado a su hábito. No tenía intención de corregirlo.
2

Para haber sido un hombre foráneo, Diego ocupaba demasiado tiempo en el capricho de vivir las cosas de este mundo. Sus favoritas eran las sacudidas que provocaban las falsas emociones en su pecho. Sino, también tenía especial aprecio por todas aquellas sustancias que engañan al que sueña y apaciguan al que se queja. No dejaba de armarse de experiencias sino hasta tener colmadas todas aquellas exigencias del espíritu que él no sabía llenar. Era un ejercicio tanto doloroso como placentero. Placentero por que así es el fugaz instante en el que se cubre la boca del yo oscuro con la embriaguez del yo fantasma. Doloroso por que la luz del día sigue mostrando a las nubes como fehaciente prueba de lo que nunca escuchamos y lo que nunca seremos por cobardía. A Diego se le hacía imposible parar. El ejercicio aliviaba y lo retorcía mil veces al día. Para cuando se vino a dar cuenta, Diego estaba muy enganchado en su hábito. No tenía intención de corregirlo.