miércoles, 23 de diciembre de 2009

Implosión

María era uno de esos casos que cualquier siquiatra sueña con atender. La escisión entre sus diversos ánimos era un abismo lo suficientemente maduro como para merecer toda la experiencia y los años de estudio de un especialista. De acuerdo a una vasta mayoría, el abrupto corte en la formación mental de la mujer se encontraba en los fundamentos de su infancia. Para ella no fue ninguna sorpresa este veredicto. Antes de desarrollar un gusto muy característico por el dolor —tanto físico, como espiritual— estuvo la Primera Violencia de la niñez. Aunque sea común encontrar en los corazones recién nacidos la capacidad de gestar la fuerza como corriente oceánica, a los especialistas les parecía que la condición de la entonces niña había sido fuera de lo normal. De cualquiera manera, de nada le servía a María remontarse a su niñez: más que ayudarle, esto le provocaba ansiedad por recurrir a todos aquellos hábitos que los doctores habían dicho que tenía que suspender lo más pronto posible. Al observar su temprana juventud, los conocedores la calificaron de una fase incierta. El silencio y la inhibición eran los parámetros que la regían. Dos o tres doctores, más acertados que los demás, señalaron que fue entonces cuando la paciente gestó, dentro de sí, un versión de sí misma que se convertiría más adelante en su principal persecutor. En esto había dado justo en el clavo: María había sido una adolescente de trapo. Llena de dolor. El odio que surgía de su cuerpo, como reacción, rebotaba hacia adentro y alimentaba una oscura amalgama que paulatinamente iba creciendo hasta convertirse en algo insostenible. Años después de seguirla atendiendo, los siquiatras platicaban de ella en las principales convenciones que se realizaban en la región. Los más espirituales, hablaban de meditación. Los más prácticos, de medicamentos. Incluso, se llegó a escuchar de un grupo de excéntricos que pusieron sobre la mesa la posibilidad del exorcismo. A María, que ya se consideraba un caso perdido, todo esto le causaba gracia. Para sus primeros tratamientos, creía fervorosamente en el poder de la medicina. A medida fueron volviéndose más complejos, inútiles y dolorosos, fue presa del escepticismo. A sus veinticinco años ya no los creía necesarios. Decidió prorrogarlos unos cuantos meses más únicamente para tener el gusto de mostrarle a los médicos en que habían fallado. Había escrito en un pedazo de papel sobre el tocador lo que diría a los médicos en la siguiente conferencia. Estaba sentada sobre su cama, dándole la espalda a la pared y la cara a la noche. En el papel se leía: En lo que ustedes fallaron, amigos, fue en reconocer el sencillo detalle de que, como el mío, hay corazones humanos que nacen muy henchidos para ser contenidos en un tórax. Es en estas ocasiones, cualquier brisa es una tormenta. Las chispas son incendios. La medicina, una cárcel. Somos muchos y hemos sido creados para la implosión.