domingo, 26 de diciembre de 2010

La fascinación existe

La fascinación que existe entre nosotros y ciertos símbolos proviene, si se puede decir así, del eco que se extiende dentro de nuestros cuerpos en el momento en que nuestros sentidos hacen contacto con ellos. A algunos de nosotros, se nos podría ir la vida entera en ese breve instante. Más importante que la fascinación por sí misma, es reconocer la razón por la cual ese encuentro nos mueve de la manera en que lo hace. El verdadero movimiento, la suspensión, es posible únicamente con lo que tiene la misma composición que nosotros mismos: el viento, el cielo, las nubes, el mar, las voces, los nombres, el otro. Los primeros encuentros están impregnados del misterio que otorga la falta de conocimiento: aquí, nos dejamos llevar por lo que vemos, oímos, escuchamos, palpamos; pero, nos arrastramos hacia algo (y de cierta manera) que no sabemos qué es: esta es la verdadera naturaleza del encuentro. Probablemente, la mayoría de nosotros se quede atrapado en la fase de identificación de los símbolos: saber con claridad qué es lo que nos mueve y qué tan cerca podemos estar del fenómeno. No todos lograremos cruzar la frontera del encuentro a la comunión. Sin embargo, mientras hayan niños (o futuros hombres) que se mantengan firmes frente al mar sintiendo, dentro de sus cuerpos, como se extiende el color del espíritu de su cabeza a su pecho, de su pecho a su estómago, de su estómago a sus genitales, mientras existan esos: señores, hay esperanza.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Un gin en las rocas, por favor


De no ser por la luz que nos baña, este momento jamás hubiese sido posible. Salvador, un hombre seco y honesto, con los pies bien puestos en sus zapatos y los zapatos determinadamente sobre el suelo, su cabeza bajo el sombrero y las manos estables, sin rastro alguno de duda; reconoce, dentro de sí, algo ajeno, un suave movimiento de su espíritu hacia la locura, el frío (pero refrescante) beso de la innovación: todo ello gracias a la presencia de un hombre desconocido, uno que reviste el bar, ese al que tantas veces ha ido, de un nuevo misterio, del amargo sabor que sólo proviene del encuentro con la pasión, con lo que arrastra. El hombre, desconocido para todos menos para Salvador, se sabe sigiloso, su voz recuerda a las ramas de los árboles que en el mismo inicio de la primavera comulgan con la promesa que hace el Cielo cuando anuncia la tormenta. Sus movimientos son fríos, calculados: recorre el lugar con perfecto desafío, cruza el bar en intachable movimiento diagonal, se sienta sobre las sillas de la barra del lugar, retratadas con cierta cursilería en el espejo que cuelga frente a ellas. En la cabeza de Salvador sólo existe una Voz, la Voz del Deseo, grita, susurra, alterna entre altos y bajos una sólo rezo: Debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo...y concluye que sí aquella voz fuera la voz de todos sus días, él seguramente estaría en un reclusorio para enfermos mentales o en una tumba, en todo caso. El desconocido bebe su gin con propiedad y en ese baile de miradas a Salvador se le ocurre que aquel no puede ser un hombre: un suspiro, el espacio de aire eléctrico entre la punta de los dedos y la piel, que está a punto de recibir una caricia estremecedora. Salvador corta tajante sus pensamientos, con una voz que no es de él, molesta, chillona, ordena lo mismo. Los une, en ese único momento, la casualidad del encuentro, sus labios en los cristales, el gin que baja por la garganta y un lazo oscuro de deseo, de palabras sin decir. ¡Composición, hombre! Salvador, Salvador, Salvador, no parecieras ser el hombre que creía que eras, ¡ánimo! De nada le vale a Salvador pensar todo ello si su cabeza no está en donde debe, aparta el gin hacia la izquierda y antes de que el desconocido ordene algo más (o antes de que a él le estalle el corazón, quizás) le mira fijamente y sin voz, pero con sus ojos negros le logra decir: Hombre, cuénteme lo que me tenga que contar. Dígame lo que me tenga que decir. Hable que quiero escuchar. El hombre sonríe por que al fin y al cabo él ha sido creado para llegar a ese bar en esa precisa noche en la cual, el gran Salvador, caerá inminentemente de un pedestal al Infierno, o en sus propias palabras: de la ordinariedad al Deseo.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Somos más

4
Lo que más le desespera es el panorama. Se supone que iba a encontrar algo muy parecido a la plenitud en este rincón del Sur. Sin embargo, en la cima de esta montaña, con un cielo así: tan despejado que oprime; es lo que menos ha podido conseguir. En todo caso, lo contrario. Lleva sólo treinta días viviendo en el monasterio de unos tipos extraños. Muy a pesar de la dieta vegetariana, el agua fría y los colchones a base de tablas, se animó a mudarse por la grandiosa idea de obtenerlo Todo a cambio. Ahora no sabe qué pensar. Con gusto mataría a uno de estos tipos santos con tal de conseguir un boleto de regreso. Sentado, de madrugada, no sabe si el insomnio lo empuja a la locura o a una reveladora racionalidad: ¿Adónde está dios en este lugar? ¿Adónde está la inmensidad? Cierra los ojos y sueña con una Coca-Cola. Una caminata bajo la luz de la tarde. Una vida en un mundo en donde no hay más dios que la comodidad.

5
No es que me acueste con él por que lo quiera. Lo hago por que se me hace necesario. Quizás es que no soy como ustedes. Yo sí puedo escindir el cuerpo del espíritu. No pueden venir a decirme que no se puede hacer. Llevo seis años haciéndolo. Igual, sigo considerándolo algo temporal. Lo haré hasta que se me plazca. Sino, hasta que aparezca alguien real. Aunque, honestamente, se me ha dado por pensar que no existe tal cosa como el amor. Que no es más que pura habladuría. Tampoco es una cuestión de crueldad. Él tiene bien sabido que en este juego nocturno nadie tiene compromisos. Si yo quiero contesto, si él quiere abre la puerta. Sí, lo sé. Sé que él mira mi espalda con añoranza cuando me retiro de su habitación y el círculo oscuro de la noche me cubre. No me miren así. Yo también traté de quererlo. Es sólo que no puedo. Está bien. Lo acepto. Yo también deseo, muy en secreto, unir el cuerpo con el espíritu. Para mientras me divierto: ¿Eso los deja tranquilos? ¿Dejarán de gritar? ¿Dejarán de aparecerse día y noche? ¿Si?

6
Han pasado seis meses desde que la compañía para la que él trabaja lo trasladó a otra ciudad. Ha pasado un poco menos del mismo tiempo desde que conoció a esa mujer que le transformó la vida en un bar. Si las cosas fueran perfectas, él tendría veinte años años ella; ella sería rubia y él no tendría tres mujeres esperando en su ciudad natal. Su hija y sus dos esposas insisten en ir a recogerlo al aeropuerto cada quince días y sorprenderle con cartas y una cena que siempre le da asco comer. Y es que cuando va a la cama, en cualquiera de las dos ciudades, las imágenes de su esposa y su amante se confunden. Sino, la sonrisa desbordada de placer de su amante se inserta en las dentaduras incompletas de sus hijas. Aveces le da por pensar que va a dejar a su familia; pero, siempre le invade el mismo sentimiento de impotencia. También ha pensado en dejar al amante, pero un hombre verdadero no sabe resistirse al deseo cuando corre por la sangre. Las cosas se están poniendo difíciles. La amante quiere presencia. Su esposa y sus hijas, también. La exigen con el coqueteo que sólo las mujeres saben hacer. Él viviendo dos vidas. Dos vidas que difícilmente pudieran sumar una sola.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Somos muchos

1
No sabe cómo decirle a su hermano que no le odia. Ya casi son dos años desde que se separaron abruptamente. Aún así, su memoria le devuelve —a manera de fúrico oleaje— el recuerdo del día en que la brecha del odio se originó en su corazón: uno muy joven. Ahora ha llegado a la gran conclusión que lo que alguna vez lo separó de su hermano es todo aquello que en estos momentos él necesita. No supo digerir la abrasadora pasión con la que su hermano se lanzó a lo que le era propio. Está acorralado. Si quiere moverse de este sitio desértico tendrá que incluír de nuevo en su vida a su hermano. No sabe cuáles son las palabras que hay que decir. No sabe como llenar el espacio de tiempo que ha funcionado como separador definitivo entre él y su hermano. Mirada sobre el hombro, la lengua atada. No sabe cuánto más podrá seguir en esta habitación desolada.

2
Hace más de diez años que aterrizé en esta ciudad. El aeropuerto no parece haber cambiado en lo absoluto. El diferente soy yo. Ahora las paredes forradas de plástico verde no susurran promesas de una vida mejor. En todo caso, chorrean el pesado líquido de la decepción. Me duele mucho reconocer que me equivoqué. Haberlo dejado todo por el impulso de un nuevo comienzo. Dejar, en mi ciudad, los pendientes con mirada de melancolía. Ahora tomo el vuelo de la tarde. Regreso a mi ciudad hasta mañana. He tomado las medidas necesarias para instalarme en un lugar alejado de mi barrio. Tampoco me despedí de este lugar. Regreso a mi ciudad por que aún no existe un territorio definido para el limbo. ¿Qué se supone que sigue ahora? Por las ventanas del avión se comienzan a ver los rascacielos del Sur. En mi cabeza sólo habita una voz que me recuerda que no estoy joven, que ya pasaron diez años y que regreso exactamente al mismo punto del cual partí.

3
A ella, el asunto que le tiene inquieta tiene que ver más con su pasado que con su porvenir. No es tanto pensar en qué va a hacer a partir de ahora; sino, más bien, es mirar hacia atrás y tomar consciencia absoluta de que todo lo que ha construído ha sido un fantasma de lo que ella creía de sí misma. No ha sabido llenar sus propios zapatos. Su cuerpo parece confirmar sus más temidas sospechas. Si antes lúdico y brilloso, ahora es opaco y aburrido. Los que la conocen le hacen ver que hay mucho más adelante de lo que hay atrás. En términos de tiempo, les da la razón. Pero su problema, más que de años, tiene que ver con la plataforma en la que está ubicada. A esta edad, con este cuerpo, ella ya esperaba haber conquistado, siquiera, uno de sus sueños. París, el amor, una mascota, la independencia, el odio, una novela, haber servido a la humanidad. Nada. Ni un solo objeto de su larga colección de deseos. Antes de tomar la cuota de ansiolíticos que le permite dormir sin descansar, aprieta los labios y piensa en lo que le seguía a esa primera lista. El desamor, la muerte de un ser cercano, la segunda novela, un lugar con balcón, dos ciudades en menos de cinco años. ¿Cómo pensar en el futuro sin haber siquiera conquistado el escalón de abajo?

miércoles, 3 de marzo de 2010

Juego de luces y sombras

02:30 AM

Lucas despierta después de dos horas y media de haberse acostado. Pronto no recordará haber abierto los ojos a esta densa oscuridad que es muy característica de la madrugada. Sin embargo, en este breve momento, pequeña y glorioso encuentro de la conciencia y la inconciencia, Lucas adquiere un atisbo de noción acerca del lugar en el que está ubicado. Con Lucas, los papeles se han invertido. La noche se ha convertido en el día y el día en la noche. El Lucas presente es el Lucas onírico y el Lucas onírico es el Lucas presente. Todo está al revés. Al revés de cómo debería ser.

07:00 AM

Lucas despierta definitivamente. La luz de la mañana irrumpe de manera horizontal por las persianas. La mirada de Lucas se detiene en la pared a su costado: la luz baña de manera intensa la suave superficie de una pared color olivo. Aunque los ojos de Lucas estén abiertos, no están viendo. Desde hace un tiempo hacia acá, las mañanas de Lucas están filtradas a través de un cono de ensoñación. No hay voluntad en su movimiento. Todo es inercia. Lucas, entonces, se asemeja a las flores de los pastizales que, víctimas del despiadado viento, son arrancadas del suelo o mueren desesperadas del aburrimiento.

02:30 PM

La tarde se asoma, irritante, por los rascacielos de la ciudad. Para hacerse notar, atraviesa las ventanas, y las paredes, que insisten en elevarse desde el suelo. Lucas fuma un cigarrillo mientras tararea una canción. El humo entra y sale por sus fosas nasales. Adentro, el humo no deja más que manchas en los dientes y borrones en los pulmones. Las notas de su canción sólo provienen de las cuerdas vocales avergonzadas. Ya nada es como fue.

09:00 PM

Lucas está ansioso. El cenicero que acumula una docena de colillas lo confirma. Se le ocurrió gastar su tiempo libre en cine. Filmes de directores radicales. Esta noche proyectó una sobre un criminal con un desorden químico en el cerebro. Elección equivocada si se quiere mantener la paz. Por sobre su hombro, Lucas puede observar el desenvolvimiento de su día. Nada importante. Nada grandioso. Nada terrible. Una simple sucesión de movimientos no muy distintos del diseño de las caricaturas que se arman con números y puntos: trazando la línea de arriba hacia abajo o de derecha hacia izquierda. Piensa en el poco tiempo que tiene antes de ir a la cama. La ansiedad se incrementa.

12:00 PM

Lucas ha depositado su cabeza sobre la almohada. Ocupará entre quince y diez minutos para pensar antes de dormir. La mayoría de ese tiempo se le irá pensando en el pasado. En lo difícil que fue lidiar con el insomnio. En las batallas que libró. En todo lo que perdió. En las heridas que lleva adentro y afuera. En su familia, en su comportamiento. En el hecho de que ahora tiene un hogar, tiene un horario, tiene…tiene sueño. Y duerme. Dormirá por muy poco tiempo.

2:30 AM

Lucas despierta. Lucas despierta a un sueño. En su sueño, es un animal. Una bestia.

2:45 AM

Lucas está desesperado. No sabe cómo volver a conciliar el sueño. Piensa en todo lo que hay que hacer al siguiente día. Se desespera más. Aprieta los puños bajo las sábanas. Patalea. Chilla.

3:15 AM

Lucas tiene una mirada distinta.

3:17 AM

Lucas ha realizado que la vida a la que despierta por las mañanas es sólo una portada de cartón infiel a su persona. Piensa en la muerte. Piensa en la suya.

07:00 AM

Lucas despierta. Aparte de los ojos, ligeramente enrojecidos por el desvelo, en Lucas no hay señal alguna de la maravilla que acontenció durante la noche.

La luz del sol anuncia que es de día.

jueves, 25 de febrero de 2010

Laura, desaparecida

Laura aterrizó en su habitación a eso de las cuatro de la mañana. Aunque nunca despegó los pies de la tierra, su espíritu si consiguió viajar por ciertos lugares que, por su inmensurable altura o profundidad, requieren quebrantar las líneas a las que nuestro tiempo insiste en atarnos. Antes de posar los pies sobre la alfombra marrón que se derrama sobre la superficie de su cuarto, logró ver el reflejo de su rostro en el espejo. Llevaba un vestido color negro. Descubierto del pecho. Con delicados pliegues que caían hasta la altura de la cintura. El borde de su vestido su vestido se movía como imitando el oleaje del mar.

Desde hace unos años para acá, Laura ha insistido en beber alcohol copiosamente. Como cualquier suceso en su vida, este hábito comenzo siendo, en primer lugar, un eco. Una especie de réplica que proviene de las cavernas de su tórax y que, una vez ejecutada, se siente como la confirmación de una sospecha. Ahora ya no es como antes. Antes, el alcohol poseía una cierta cualidad indescifrable. Como la revelación de un misterio del universo, la venda arrebatada de los ojos. Ahora, si tiene suerte, apenas y logra distinguir el lejano sabor férrico que le deja en la lengua cierta mezcla de licores.

Laura ha perdido algo. Lo más probable es que haya perdido algo de ella misma. La noche y sus implicancias le han jugado sucio. En el corazón del hombre, la noche descontrolada funciona como un carcinoma. Uno que avanza a grandes pasos y consigue derribar todos los árboles que, como cimientos de los principios de la propia naturaleza, han sido erigidos en eso que, algunos de nosotros, insistimos en llamar el Bosque de Los Espíritus. No hay que ser duros con ella. También ella creyó en esa falsa alineación espíritu-corpórea que otorga la falsa tranquilidad. El cese de la guerra. La pausa en el engañoso camino hacia el encuentro con uno mismo.

De cualquier manera, a Laura se le ha brindado una segunda oportunidad esta noche. Borracha de una sustancia diferente al licor (quizá más parecida a la música) fue arrastrada desde los bares de esta ciudad hasta la entrada de su habitación. Ahora que ella ha reconocido sus pies elevados por el suelo, descalzos, llena por dentro de una mezcla irreproducible de todas las emociones; ha tomado consciencia de eso que dejó que le arrebataran en el pasado. Se parece a la tristeza en magnitud, pero es de otro color. Desde algunos ángulos se parece al amor; desde otros, al odio. Aún así, no se trata de ninguno de los dos.

Laura no lo sabe, pero desde esta noche conseguirá llegar volando hasta el lugar adónde vive. Con el tiempo, comenzará a volar más y más alto. Visitará la Luna, el Inframundo, la profunidad del mar, otros planetas y otra suerte de lugares de los cuales ni siquiera se sabe el nombre. Finalmente, cuando Laura vea frente a frente eso que la mayoría dejamos morir dentro de nosotros mismos, perderemos noción de su existencia.

Aunque querramos mucho a Laura, nos resignaremos a su pérdida. Nos ayudará a sobrellevarlo las fugaces visitas que ella decidirá hacer en la mueca inhumana que de repente nos deja ver el reflejo del espejo. Sino, la luz que borra una parte de nuestros rostros en las fotografías.

martes, 9 de febrero de 2010

Los Abrazos Rotos (2009)

Usualmente Pedro Almodóvar trabaja bajo una línea muy colorida en relación al cine que construye. Aveces, debemos reconocerlo, es más manchón que línea definida. Por eso, para los que hemos seguido el trabajo del director, fue una sorpresa encontrarnos con una propuesta tan sobria como lo es su último trabajo cinematográfico. Finalmente, aquí entre nosotros, están Los Abrazos Rotos (2009).

Este filme se destaca por saber ocupar todos los recursos con que cuenta a su favor. El tiempo, en primer lugar (y no por primera vez), funciona de manera estupenda para la intensidad de la historia que está siendo relatada. Desde un inicio muy precoz, el director decide hacer hablar a la voz del narrador en el presente y, sin embargo, la llena de palabras del pasado. A medida se desenvuelve la historia, es la misma voz la que nos lleva hacia atrás (con el sencillo, pero eficaz recurso del relato) con el único ánimo de reconstruír todo lo que ha llevado al protagonista hasta el lugar en el que ahora reside toda su persona. Sin lugar a dudas lo consigue. En el momento en el que la voz del protagonista casa con las imágenes en el mismo espacio temporal, observamos a un protagonista fortalecido por el dolor, descifrado por el tiempo. Almodóvar decide llevarlo hasta tal nivel que, en el momento en que el tiempo ha cumplido su función explicativa, regresa al personaje principal su nombre verdadero. Una vez hemos conocido su historia, tiene él derecho de regresar a ser quién realmente es.

En materia de imágenes y simbolismos, no hay más que decir que es el recinto donde el director se puede proclamar, con toda propiedad, como el Amo y Señor. Me atrevería a decir que, a diferencia de las películas anteriores, las imágenes (aunque muchas de ellas antes vistas en el trabajo del cineasta) de este filme son mucho más elegantes. Más trabajadas, por así decirlo. Las más impactantes son aquellas que brotan del Dolor y se extienden, desde la pantalla, hasta el núcleo del espectador. En este aspecto del filme, es en donde mejor se puede apreciar la unicidad del creador. Si el protagonista o los actores de reparto están entumecidos o adoloridos por una sensación específica, el director posee la grandiosa habilidad de acentuarlas a partir de escenas muy bien construídas y que, una vez ejecutadas, logran crear la réplica exacta de todo aquello que los diálogos no lograron decir por no ser suficientes o por no encontrarse presentes.

El hecho de que dos de las actrices que actúan en este filme destaquen de inusual manera en su desempeño, es sólo consecuencia directa de la injerencia del director sobre ellas. Tal es el caso de Penélope Cruz y Blanca Portillo; quienes, aunque reconocidas anteriormente por sus papeles, logran apegarse a los guiones y darle vida a dos mujeres totalmente invadidas por la historia.
Aún a sabiendas de que estas dos mujeres son seres humanos independientes del filme que, para gloria o desgracia de ellas, han actuado en otras películas; se podría, incluso, llegar a pensar que ellas no tienen más dimensión que el rostro del cual se les ha dotado para los ciento veintisiete minutos que dura la película.

En fin, Los Abrazos Rotos es una propuesta muy madura de parte de Pedro Almodóvar. Está llena de esfuerzo, detalles bien construídos, diálogos e imágenes que, aunque son los de siempre, han sido revestidos de un nuevo significado. A todos aquellos que no conocen el trabajo del director, podrá parecerles una buena película nomás. Pero a los que hemos puesto el ojo en el trabajo anterior del director, nos parece un salto. Una mejoría. Algo así como el uso del director respecto al recurso del tiempo: una historia que está construída con las palabras de antes; pero que es con la voz del presente con la que tiene que ser contada.

lunes, 1 de febrero de 2010

6

  1. Hoy en día se toma con mucha ligereza eso de perder el alma. Aún, los más religiosos insisten en restarle mucho de su connotación para convertirlo en algo vulgar, algo que está al alcance de cualquier par de manos. Para ponerlo en algún contexto, perder el alma, según la doctrina cristiana, es básicamente condenarla. Entregarla voluntariamente a Satanás. Incluso bajo esta perspectiva, el hecho de perder el alma, la esencia humana, llevaría consigo algo de heroico. Heroico en el sentido de la intensidad que requiere hacerlo. Atar la mente a la idea. Definir un único camino: el camino al infierno. Dedicarse, a toda costa, a servirle a la antítesis de la Bondad.
  2. Si seguimos así, el mundo entero perderá el alma. Este mundo está encaminado a la perdición. Reirán ahora; pero, mañana, llorarán en el infierno. Definitivamente los ojos de estos señores han sido víctimas de cataratas de ceguera. El comportamiento promedio en el mundo está lejos de merecer la condena que alguna vez se mereció el alma del hombre antiguo. Nuestra historia esta llena de casis. De juegos mediocres, de hombres a medias. Ganarse la repulsión de Dios, de la grandiosa idea de un Dios que lo es Todo, requiere más que la evasión a la que está acostumbrado el hombre de nuestros tiempos. Solicita más que un tonto compromiso con las drogas o el dinero.
  3. Prueba fehaciente de lo anterior, se encuentra en el hecho de que ningún hombre en esta región ha sido arrastrado por algo más grande que él mismo. Sino, tambén, el que las muestras de arte personal oscilen entre las nimiedades de un mundo muy personal y específico, en lugar de hacerlo, con vehemencia, entre las interminables dimensiones del universo que, por cierto, el hombre ha olvidado: es lo que se lleva en el pecho.
  4. Entonces, estos hombres que aclaman la condena del mundo, más de la juventud, no han hecho más que caer en la trampa de los escrúpulos. Quizá llenos de una envidia espumosa que les hace imposible apartar la mirada de aquellos que, no más grandes que ellos, al menos son más libres. El mundo no está condenado al infierno. El mundo está condenado a algo peor.
  5. Para terminar de esclarecerlo, sólo hace falta contraponer el fenómeno con su opuesto. La luz, el Ángel, Dios, el Todo. Eso que representa la salvación del alma. La glorificación del hombre. El hecho que se designe como invariable opuesto el alma malformada del hombre de estos tiempos no hace otra cosa más que denigrarlo. Hacerlo menos. ¿Cómo es posible que el opuesto de la gloria sea ese machote de vergüenza? No, por supuesto que no. Ambos lados merecen su estatura. Los jugadores lo sabemos —independientemente del lado de la cancha en la que estemos.
  6. Entonces sí. Lo contrario a la grandeza sólo puede ser el Abismo. La Noche, El Diablo, La caída, La Nada. Visto así, se comprende que el mundo no está encaminado al infierno. Este mundo se dirige a un país sin dioses. A un lugar en donde el alma no tiene relevancia. Uno donde tanto 'condenados 'como 'salvos' son hombres vulgares. Uno en donde no habitan hombres; sino, receptáculos que pretenden serlo.

sábado, 16 de enero de 2010

Alinear

Ni siquiera nos hemos dado un beso. Yo sé. Yo sé que raya en lo absurdo. Pero, así es. Nos conocimos en un bar —¿en dónde más?, agregarías— Nos conocimos precisamente cuando yo vivía en una ciudad que no era la mia y, aún así, se sentía como propia. Al menos, en esos días. Sobre todo en el día que nos conocimos. Por esos días cambié las noches por las tardes —¿estás seguro? ¿no lo habías pensado antes?— Sí, si fue por esos días. Lo recuerdo con énfasis por que las noches de esas ciudad eran esencialmente diferentes de la ciudad de donde venía. Frías, lluviosas, oscuras. Yo estaba acostumbrado a otro tipo. En el momento que me dijiste sobre tu atracción hacia el drama, supe que estábamos en la misma sintonía. Digo, ¿qué es más hermoso que la capacidad de extender la tragedia sobre la línea del tiempo? Extenderla hasta donde se pueda. Quizá no se trate de eso —Por supuesto, Javier, no se trata de eso. Se trata de otra cosa— No sé. Aún desconozco mucho de ese mundo. ¿Qué te gustó de mí? No sé. Me parece asombroso que estés ahí, junto a mí. Compartiendo una noche diferente de esta. Una ciudad que es violenta y una apagada. Juntas. Quizá por primera vez.

—¿Cuándo nos volvemos a encontrar— No sé. No sé que responder. Aveces siento como si la distancia fuese una especie de ruido. Uno hermoso. Uno que nos separa y nos mantiene así: como conectados. Aveces tengo la fortuna de encontrarme con tu recuerdo en otro bar. Probablemente, esté con otras personas. Pero, es lo mismo. Es como si el cuerpo de alguien más fuese posesión tuya —No creo en la posesión, no me cuadra. Creo en el momento. En un par de ojos casando con otros. En dedos ajenos cruzados con los propios— Yo sé. Yo lo sé. Pero, recordá: entre nosotros se extiende un mar de tierra. Un mar de distancia. No hay que pedirle explicaciones al que extraña.

—Nos vamos a volver a ver, estoy seguro

Yo, no.

Al menos no igual que la primera vez. Que no se pase por alto: estuviste ahí el mismo día que esa ciudad, ahora ajena, se alineó
—¿al menos por un momento, verdad, Javier?, con la mía. Esta en donde reside mi espíritu ahora. Esta que está llena de tu recuerdo. Llena de algo más.

miércoles, 6 de enero de 2010

Lucas, sin cabeza

Risible o no, la mayor traición que vivió Lucas la vivió bajo la sombra de sus propias manos. Un buen día, sin importar todas las señales de alerta que había recibido, despertó sin cabeza. Su cuerpo, que es lo suficientemente maravilloso como para comunicar los mensajes del alma, fue la primera víctima de los síntomas. Dolor de cabeza crónico, incapacidad de ver la luz del sol con los ojos, significativa pérdida de sensibilidad, pesadez en las extremidades. En fin, una suerte de hechos que anunciaban la llegada de algo terrible. Lucas, que en ese momento era menos hombre que antes, obvió estos hechos. Los disfrazó de otra cosa. Quizá la edad, pensó. Quizá el clima, sino. De cualquier manera, Lucas tenía algo de razón en su evasión: justo se cumplía un año del día en que él, finalmente, logró salir de la húmeda esquina del Dolor en el que él había habitado un buen número de años. Así sucedió que despertó en su habitación, aún sin abrir los ojos, con la impresión de que algo había sucedido. La luz de las ventanas no lo sofocaba. El aire ligero de la mañana ya no le parecía un invasor. Sus piernas, como ausentes. A las personas que pierden la cabeza, se les reconoce muy fácil. En vez de la estrúctura de huesos y piel, poseen un contorno oscuro que delimita un vacío. Según se dice, todas las funciones naturales de la cabeza se pierden; y, en su lugar, se instauran los recuerdos de las mismas que ellos han guardado en su alma. Por eso es que a Lucas le tocó lidiar con un sentido de la vista que oscilaba, violentamente, entre su infancia y los inicios de su juventud. Su boca sólo sabía reconocer un reducido número de sabores: todos ellos relacionados con aquellos días. Lo mismo con su olfato. Y, lo peor de todo, sus pensamientos: Lucas vivía atormentado con un selecto grupo de recuerdos de su corta —no así, menos dolorosos— vida. Se sintió morir. No veía esperanzas. Todo está en envuelto en una inmensa oscuridad. Así me lo dijo cuando concertamos un café en mi bar favorito. Le dije que no tuviera verguenza conmigo. Se podía quitar las gafas y la bufanda. Yo sabía de esto. Sabía lo difícil que era. Dice él que el recuerdo de una efímera sonrisa apareció en sus no-ojos, su no-boca y sus no-pensamientos, cuando le dije que, el suyo, era un caso maravilloso. No es siempre que el hombre tiene la maravillosa oportunidad de crecer una nueva cabeza.