lunes, 21 de marzo de 2011

Después del Viento

Lo que soy lo aprendí después del Viento. No fue cuestión tanto de voluntad como de imposición. El viento movió a la ciudad hasta la locura. Trajo abajo los árboles, desplomó los edificios, hizo del mar algo rebelde. Envueltos en estas circunstancias, los habitantes nos vimos irremediablamente afectados. El eje que cruza nuestro organismo de norte a sur (o de este a oeste, en el caso de otros) se desvió e hizo que la sangre corriera en otra dirección, bajo otro ritmo. No fue fácil adaptarnos; de hecho, sólo conseguir respirar de nuevo con facilidad, de manera natural, nos tomó uno o dos años. Algunos de nosotros todavía se detienen en su andar, miran hacia arriba y mueven las mandíbulas meticulosamente para imitar, de la mejor manera que pueden, un bostezo o una atrapada de aire. No sabemos por qué nos sucedió todo esto. Ante la incertidumbre, surgió el miedo y con el miedo los reclamos. Los religiosos quemaron las imágenes de sus dioses, derribaron sus iglesias. Los intelectuales se remitieron a la historia y estudiaron la vida de aquellos hombres que vivieron las calamidades de su tiempo con paciencia y entrega. Quedamos un buen resto en el limbo: hombres -sólo hombres- que no teníamos idea de qué o a quién reclamar. Mucho menos qué tipo de material estudiar. Esos nos fuimos a vivir a las afueras de la ciudad: ahí, adónde era más alto. El cuerpo nos los dictó necesario. Afuera de los escombros, lejos del ruido gris del pensamiento, respiramos ya no con el cuerpo, sino con algo de adentro. Los ejes de nuestro espíritu se vinieron abajo, los ojos se volteraron hacia adentro y entendimos que el aire que habíamos estado respirando después de los grandes vientos no era el problema. El problema era el envase. Estaba atorado de mucha ciudad, de mucho humanismo. Después de repararlo, respiré con todo el cuerpo por vez primera. Y no hubo más problemas en adelante. Está de más decir que ahora ya no necesito de oxígeno para respirar con cada átomo de mi cuerpo.