jueves, 30 de junio de 2011

Su mirada, la mía

El miedo que sentía hacia usted se fundaba en su mirada. Un par de ojos bien armados, claros como el agua y lo suficientemente transparentes como para ver la imagen propia viviendo detrás de ellos. Su voz y la piel que se extendía sobre sus brazos eran el tiro de gracia: adornos que intensificaban lo que usted acentúaba cuando arqueaba los ojos y miraba hacia mi rostro, con toda la intención del mundo. Ahora he aprendido que el miedo que usted me provocaba no era otra cosa más que el miedo que yo dirigía hacía mi persona cuando dedicaba una tan sóla noche a explorar lo que reside adentro de mi tórax y que es lo  mismo que hacía oscilar mi voz entre frecuencias que, en aquellos momentos, desconocía. No eran sus ojos los que estaban dotados de un terror característico, eran los míos que se aterraban de descubrir en los suyos que lo que usted había visto (aquello que le había dado ese matíz a su mirada) podía ser también mío, si tenía el suficiente valor para reclamarlo. Después de hacer mío este conocimiento, comprendí que era una misma Noche la que nos atravesaba (a usted y a mí, a su cuerpo y al mío, a su voz y a la mía). Que la luz de la mañana nos bañaba y nos poseía de igual manera, que entre usted y yo existe la maravilla de un Universo en común y que es tan alcanzable como lo es cualquier copa a la altura de las manos. El miedo se hizo complicidad y la complicidad se volvió gloria cuando nos volvimos a ver a plena luz de la mañana y supimos que el uno era el otro y que juntos residíamos bajo un mundo que es más pequeño de lo que parece y que, sin embargo, se sabe y se siente como lo más grande que jamás hayamos podido contener dentro del pecho.

lunes, 20 de junio de 2011

Asesinar al dios que mora en el tiempo

Cuando mi papá habla de dios se le hinchan las venas y la sangre se apresura a presionar las paredes de sus mejillas. Esto me parece muy curioso por que cuando yo hablo con el mío los ojos se me pierden en las órbitas y me encuentro en un estado de inalterable serenidad. Es fácil concluír que no hablamos con el mismo. El dios de mi papá va de un tipo, obviamente superior, que llena al cuerpo de pasión y la boca de palabras que siempre suenan ajenas, como robadas. El mío (y digo 'mío' no con propiedad, sino haciendo referencia que es al que a mí me visita), al contrario, me llena al cuerpo de un líquido azul parecido a un océano de petróleo y la boca la cierra para no dejarla hablar. El de él, por lo que he escuchado, es un dios de los días cotidianos que llevan implícitos la promesa de días mejores, de unos días que no son estos. El mío habla de estos días. Me hace observar. Y aunque me visite a diario, tiene la habilidad de tomar a la cotidianidad por asalto. El que me a mí me visita me ha hecho ver la luz y la oscuridad por lo que son. No me ha prometido nada, pero me ha dado todo. El que a mí me visita me ha hecho ver que el que visita a mi papá, no mora en su pecho: sino, en algún lugar de su pasado desde dónde tira de las cuerdas que ahí encuentra para hacer hablar a mi papá con el odio con que habla. Cuando finalmente le hablé a mi padre sobre mi visitante, lo tomó muy mal: No le pareció correcto que le dijera que el mío no hiciera distinción entre el bien y el mal y que, en cambio, hiciera de la negación la principal de las premisas. El que me vista me explicó que para que mi papá abriera los ojos a su presencia debía, en primer lugar, asesinar al dios que mora en el tiempo que, a su vez, se extiende en la cabeza de mi papá. Le pregunté si yo era el indicado para la tarea. Sonrío y me dijo que no todos los días los hijos estaban dispuestos a cortarle las cabezas a sus padres. Me sonrojé y me dijo que, por el momento, era mejor sólo platicar.

sábado, 11 de junio de 2011

Sonreímos y nos sumergimos en el mar

El parabrisas era el marco en dónde se dibujaba un cielo celeste encogido por una masa robusta de nubes blancas. La luz de las once de la mañana iluminaba la carretera que debíamos seguir para llegar a nuestro destino. De ambos lados del automóvil, la vegetación, caracteristica de la zona, se volvía una pared verde y amorfa que parecía empujarnos hacia adelante, hacia adónde apuntaba el cielo. Tanto el conductor como yo nos sentimos reducidos, presionados en el tórax (una sensación muy parecida a la congoja: al filo de las lágrimas). Era tierra que desconocíamos. Éramos otros: éramos desconocidos. De vez en cuando, si uno tiene cierta disposición, descubre la vida que hay dentro de uno mismo y esa vida, ese regalo, es lo que alimenta de belleza al mundo (al mundo tal cual es: crudo, hermoso, iluminado). Guardamos silencio por el resto del camino. No sé cuánto tiempo habremos tardado en deslizarnos sobre ese sendero. Si sé, en cambio, que al bajar del automóvil nos miramos a los ojos y en nuestras miradas descubrimos que nosotros también, como lo han hecho hombres en todo el tiempo de la humanidad, habíamos descubierto que la eternidad es un instante y que ese instante es de lo que estamos compuestos. Sonreímos y nos sumergimos en el mar.

martes, 7 de junio de 2011

La idea del retorno

Yo conozco las entrañas de esta ciudad y esta ciudad conoce las mías. La he visitado más veces de lo que me gusta admitir (a mis conocidos, siempre busco entretenerlos con la sorpresa que sólo proviene del elemento del asombro y el asombro es una de esas cosas que a las personas le cuesta reconocer en la rutina). Sé de sus bares y de sus centros, sé de sus tardes y de la manera en la que cae la lluvia; pero, sí algo sé verdaderamente de esta ciudad es lo que ella procura en mí. Mi entrega a esta ciudad funcionó de la misma manera que lo hace la caña del pescador y el anzuelo: se disfraza una intención de otra y se consigue el resultado. Esta ciudad me quería devorar y lo consiguió poniendo un camino de migajas que me comí con todo gusto. Con el tiempo supe escuchar sus palabras y no las palabras que ponía en los intermediarios. Con el tiempo supe de sus caricias y no de las manos estériles de sus habitantes. Con el tiempo supe su verdadero nombre y no del eco que rebotaba en sus edificios. El verdadero encuentro, la comunión como fuente de conocimiento, provino únicamente cuando llamé a esta ciudad por su nombre propio. No por el nombre que le dan en el mapa, sino por aquel que mi espíritu descifró a través de la experencia de vivir a través de ella. Por eso es que retorno una y otra vez a esta ciudad, por que al escribir con mis letras o al articular con mi voz su nombre estoy pronunciado un nombre que también es mío y que me permite ser, al mismo tiempo, todo lo que yo soy y todo lo que ella es (su viento, su luz, sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus licores, sus altos, sus bajos). Supongo que buena parte de mi inhibición a contar la historia que hay entre esta ciudad y yo viene del recelo que alguien más consiga extraer de ella lo que yo he descubierto. De cualquier manera, esto no es ningún secreto: sino, pregúnteselo a aquellos que no necesitan más que un atisbo para conocer toda el esplendor de su humanidad.