sábado, 20 de diciembre de 2008

Ella, la sin quebranto

Para ella, una extraña mezcla de abuela y madre


Fue por la tarde de un soleado tres de enero, mientras servía más jugo de tomate del que un vaso mediano, lleno hasta tres cuartas partes de vodka, podía contener; cuando Olga sintió un dolor fugaz en su pecho que, férrico, atravesería todo su cuerpo hasta hacerle sacudir los hombros con extrañeza. Sentada en su sala, la luz, ya anaranjada, adornaba los hermosos grabados que su madre había insistido en conseguirle, a ridículos precios, con un tal Don Rogelio que se aprovechaba de esas jugosas comisiones para comprar suficiente cocaína para él y su amante de diecinueve años, en la calle aledaña al motel que a Doña Marta, la madre de Olga, le ocasionaba un primitivo escalofrío cada vez que manejaba cerca de la zona. A lo lejos, Olga lobraba distinguir el apagado llanto del segundo de sus hijos, Carlos; pero, su estricta manía de tomar dos bloody mary diarios antes y después del almuerzo que ella no preparaba, le imposibilitaba sacarse del pecho el instinto materno y acercarse al umbral de la puerta que anunciaba una habitación demasiado grande e imponente para un niño que ese mismo día cumplía el año de nacido. Sumergida en sus pensamientos, daba los últimos sorbos al cocktail, cuando sintió las secuelas de la impresión que hizo que ahora, los azulejos blancos de la barra desayunadora, se encontraran manchados de un torpe puré rojizo. Miró el reloj de marco negro con peculiar atención y recordó que su marido tampoco llegaría esa noche, lo cual casaba perfecto con el plan de invitar al Ingeniero Íbañez a unos tragos al inicio de la noche. La excusa era perfecta: el pobre hombre, trabajando temprano desde la siete hasta las cinco, necesitaba un descanso del prestigioso proyecto de oficinas que se construía a sólo seis casas de su residencial. Después de todo, Aurelia, su compañera de clases de italiano, se lo había recomendado por ser un hombre respetable con una sola esposa en toda su carrera y dos hermosos niños que ella había calificado de encantandores en la comunión de su hijo mayor, Rafael. No fue antes de acabar su segundo trago, cuando la sensación de inminencia la envolvió totalmente: el vaso que sostenía en sus delgadas y blancas manos, que revelaban su incapacidad de sostener emociones nobles, cayó al suelo estrepitosamente, las paredes de la sala se abalanzaron violentamente al centro, a los lejos se oyeron piezas de cristales cayendo sobre el suelo y el llanto del niño se extinguió. A las cuatro de la tarde, el centro de la ciudad había sido sacudido por un terremoto de escala 7,5 Ritcher. Olga subió con el corazón acelerado al cuarto del bebé y le limpió, de la boca y los ojos, el polvo que había caído de las esquinas de la pared. Por la ventana alcanzó a ver una nube de polvo que envolvía toda la zona hasta sus rodillas. Su corazón estaba oprimido.

Besó al niño en la frente y decidió prepararse, sólo por esta vez, un tercer trago. Exigió a Amelia , la empleada de la casa, que comenzara la tarea de limpieza. Amelia, llorando desconsoladamente, tomó la escoba y apiló los escombros. La casa tenía que estar nítida para cuando Olga invitara al Ingeniero Íbañez a tomar unos cócteles para que se le pasara el susto.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Sobre el Amor y el amor

No, nos culpen.

El ánimo del ser humano es necesariamente inquieto. Lo que somos, lo somos con un traje frágil muy pequeño para nosotros: nos vemos obligado a buscar algo más. Sin embargo, el error trascendental está en buscar ese algo más en los moldes obsoletos que nos imponen las circunstancias de una sociedad, en promedio, mediocre. Nos entran por los ojos, por la boca, por la piel y la mayoría de veces buscan morada en el corazón que es donde se arropan con los pliegues de nuestro mejor yo y se acomodan para aletargarnos hasta que sea muy tarde para hacer algo al respecto.

Las pláticas que tenemos varían, en un principio, de acuerdo a los eventos previos; pero, con el paso del tiempo —y principalmente: de las bebidas— giran violentamente alrededor del mismo vórtice: nuestros ojos se llenan de un encanto adorable; nuestras bocas, de una baba viscosa. Para este momento, estamos discutiendo sobre al amor. A medida la emoción se disipa, nuestras voces pierdan la armoniosa composición para dar paso a una pesadumbre y es entonces cuando notamos que por más amor que se sirva con los cócktails, nuestras copas están vacías. Vacías, las manos; vacíos, nosotros.

Que no quede duda: el lugar que le damos al Amor, es el adecuado. El irresistible soplo divino que lleva al corazón humano a otra condición, envolviéndole, transformándole, haciéndole más. Pero nosotros hemos puesto en la mesa el mapa equivocado. Las rutas que aparecen en este papel muy moderno para el Amor, nos ofrecen, en cambio, una ciudad en blanco y negro, inundada con vestidos cortos y perfumados que, coquetos, se levantan con viento artificial. Sino, tenemos la ciudad de las películas, donde el amor es violento y reconoce los defectos de los amantes; para que, paso seguido, se lleven entre lágrimas y risas a una cama con sábanas impecables que lucen de la misma manera, incluso después del coito animal. Estamos en la búsqueda de otro amor. Del amor de los sentidos. El más fácil de encontrar, el más fácil de vivir, el más fácil de perder.

Compadézcannos. Nos conformamos con este amor no por el placer sensorial que implica; sino, por cubrir, de cualquier manera, una deficiencia más grave aún. Nuestros corazones tienen hambre. El delirio interno nos obliga a montar intentos necios que son un puñado de relaciones cortas, vacías, destructivas y sobre todo: dolorosas. A pesar de mantenernos despiertos con esta ilusión pasajera, nos toca lidiar con el dolor de la desilusión: la congoja que resulta de engañarnos a nosotros mismos con una mentira que sabe, en el paladar, justamente como quería nuestras bocas.

Como dije al principio: no nos culpen. Nos tomó un buen trozo de tiempo reconocer que nuestro corazón se encuentra famélico. Nos tomará, quién sabe cuanto tiempo más, reconocer que lo que quieren el corazón no es más que comer más de sí mismo. Hasta entonces, se nos verá protagonizando lindas películas con lindas actrices o intensos episodios en televisión que desbordan en lujuria.

Hasta entonces, se nos verá llorando tras bambalinas.


lunes, 8 de diciembre de 2008

El puerto

El asunto va así: para el final del año que tomó lugar antes de este, el barco en el que yo iba montado se adentró en aguas peligrosas. El color de la mar tenía que haber sido negro y, lejana la luna, apenas iluminaba lo suficiente para confirmar, con temor, lo anterior. Con el paso de los días, el mar adquirió un comportamiento caprichoso y era, para toda la tripulación en mi barco, claro que nos encontrábamos frente a una tempestad. En este momento aclamé como mía la nave: me aferré al timón con dureza y con toda la rabia del mundo no le dejé suelto. Para mediados de este año, logré salir de la tempestad vivo y acogiendo, como mío, el barco. Pensaba que todo estaba resuelto y me sentía orgulloso de haber conquistado el mar abierto. Como todo hombre yo también sufro del síndrome de endiosamiento y recordar que proclamé al cielo abierto la conquista del caprichoso manto de agua en el que apenas y nos movemos torpemente, resulta un ejercicio avergonzante. La mar nunca fue mía. La conquista fue del tiempo.

Fue cuando mi barco y yo nos hundimos en una tranquilidad sofocante, cuando comenzamos a escindir uno del otro. Sin rumbo, sediento y triste mi barco perdió a su capitán. Así se fue el tiempo y me encontré en algún rincón del barco sin reconocer, siquiera, el más ligero movimiento de este. Con la llegada del último cuarteto de meses, el viento se tornó azul y sopló por mi quijada anunciando lo que siempre anuncia en estos días. Tomé asiento, estudié el mapa y supe que el barco y yo somos una misma cosa: navegando un sólo mar azul. Tomé posesión de la capitanía y, juntos, navegamos a la deriva.

Fue sólo así como logramos llegar a este lugar. Ahora, cerca del fin del año, mi barco tiene puerto. Hemos decidido arribar en este hermoso lugar en donde el cielo es una bóveda que, de día, tiene un sol gentil que se deja cubrir por nubes robustas y que, de noche, muestra una suave sábana estrellada con la que se permite soñar con los años que vienen. Debajo de nosotros una inmensidad en tonos azules: lo suficientemente salvaje para llevarnos hasta tierras desoladas; pero, también, de vez en cuando una amable corriente que permite reconocer el viento acariciando el rostro.

Mi puerto es la mar.

Mi barco y yo somos viajeros.