lunes, 29 de junio de 2009

Por el momento, no hay hora exacta

Nunca he tenido costumbre de usar reloj. Aún así, presto atención a las muñecas de los transeúntes para tener el conocimiento de la hora exacta. En esta ciudad se me hace necesario. Aquí la hora nunca coincide con la intuición que uno tiene de la misma. Siempre es o muy tarde o muy temprano para lo que uno cree que debería ser. He aprendido a capturar la hora con una rápida mirada a las portadas de los relojes de aguja. Con los digitales se me hace más difícil. Este sistema lo perfeccioné a consecuencia de un experimento de prueba y error. Probé fiarme del clima: del sol para ser más específico. No resultó. El sol se escondía muy temprano en la mañana y, cuando finalmente se vislumbraba, era ya un par de horas después del mediodía. Lo mismo por la tarde. Las tardes se revisten de gris más temprano de lo que usualmente lo harían y siempre se acompañan de una lluvia que es muy melancólica para bañar la ciudad antes de la seis de la tarde. Probé fiarme de los rostros de los hombres. Bien sabido es que el rostro matutino está más inflamado que el del mediodía que es más colorido; o que el de la tarde, que está más sucio. Tampoco funcionó. Los rostros permanecían inflamados de persistente manera durante todo el día. Sino, eran muy tristes para poder concluír la hora a partir de ellos. Al menos así pasaba en la ruta en la que yo me movía. Por eso no me quedó otra opción que fiarme de los aparatos mecánicos. Su precisión no era relativa, de ninguna manera, al ánimo del que los cargaba. Según lo veo yo, todo esto me deja un camino que sólo tiene dos alternativas. Comprarme un aparato y tener la insufrible presión de cargar todo el tiempo en la parte más angosta del brazo ó, quizá, aprender a disfrutar el encanto o desencanto que es vivir en una ciudad que, como el corazón de estos hombres, parece estar en un eterno desajuste. Aunque mañana por la mañana tengo cita con el relojero, sé que este asunto no es tan sencillo como armarse de agujas y de precisión. La precisión que yo ando buscando es una que da la alineación del sol, el ánimo propio y el de toda la ciudad.

jueves, 18 de junio de 2009

Dese el crédito de estar vivo

Pasa que a menudo uno no se da la cantidad de crédito que debería. ¿Ud. creía que era el único? Pues, no. Incluso esos payasos que Ud. tendrá la mala suerte de conocer y que pareciera que tienen la bestia domada por los cuernos, incluso ellos sufren como Ud. y como yo: seguramente se cuestionan sobre conceptos tan complejos como el tiempo cuando bañan sus cabezas por las mañanas o cuando atan los cordones de sus zapatos antes de salir. Tengo por cierto que el presente es efervescente. Se esfuma en menos de lo que uno quisiera y, con frecuencia, no deja el gusto en el paladar que persistió mientras Ud. esperaba que llegara. Sé que por ahí dicen que uno no debe vivir en el pasado y tienen su cuota de razón: después de todo, ¿de qué le sirve a Ud. tratar de reunir a las personas, los momentos y los lugares que construyeron lo que Ud. tiene calificado bajo buenos momentos? De nada. Esos tiempos ya se fueron. Aún así, es bueno guardar alguna señal del rastro que ellos dejaron sobre Ud. Guárdese un beso, por ejemplo. Una canción, una fotografía, una frase. Lo que sea. Guárdeselo. Es para Ud. Regrese a ella cuando el presente no sea efervescente. No me diga que su presente siempre es burbujeante. Yo sé que no. Según como yo lo veo, estamos envueltos en una gran caricatura: de ahí, que Ud. tenga buenos, mediocres y malos episodios. No busque quedarse con uno sólo de ellos. Sería ingenuo de su parte. Más ingenuo que pensar que la vida es una caricatura. Lo que le quiero decir, es que episodios los hay de toda clase. Si Ud., como yo, ha sobrevivido a los malos, a los buenos (que también hay que sobrevivirles, ¿eh?) y a los mediocres: dese crédito. Una palmadita en la espalda. Que alguien más se la dé. Estamos vivos. Las huellas en el cuerpo nos recuerdan que estamos vivos. Nos recuerdan por que somos maravillosos. Nos recuerdan que somos capaces de bajar a la sima, de estar en ella, de haberla escalado o de estar a medio camino. Nos recuerdan que estamos vivos.

lunes, 15 de junio de 2009

Ruta paralela

En la cabina del autobús, siempre soy el último en conseguir compañero de viaje. Aún cuando llueva con crueldad en las calles, los viajeros prefieren esperar la llegada del otro autobús antes de sentarse junto a mí. Los muchachos que se acercan a mi edad pasan de largo y, casi siempre, llevan en sus rostros una mirada recelosa. Las muchachas, más gentiles, sonríen con vaguedad y prefieren acercarse a algún otro que, seguramente, les cederá el asiento. El conductor, consciente del fenómeno, ha decidido reservarme el par de asientos que se encuentra detrás del suyo. Nomás me ve subir las escaleras, baja la mirada y extiende la mano. Algunas veces, ni siquiera revisa si la cantidad de monedas que le doy es la adecuada. He llegado a considerarme afortunado: después de todo, puedo poner más volumen al aparato de música sin que nadie se moleste e, incluso, tengo la dicha de no lidiar con las manchas de saliva del que, como cualquiera, se adormece con el ronquido del motor y deja caer su cabeza aplomada sobre el hombro del acompañante. La ruta que tomo es una que cruza la ciudad en dos horarios distintos cuando la tarde se encuentra en todo su esplendor. Aunque me haya armado de nuevos hábitos para pasar el tiempo (canciones suaves, libros de aventura, libretas de pasta dura, plumas y lápices) no he logrado dejar de sentir pena cada vez que me entero de alguna historia maravillosa que tomó lugar en la ruta y en el autobús en el que yo me muevo: las hay de amor, de venganza, de asesinatos, de conseguir ideales, de Dios y del Diablo. Es por ello que he decidido recortarme el cabello, cambiar algunas de mis chaquetas y usar un perfume menos agresivó. Tal es mi propósito que estoy dispuesto a dejar las canciones y las camisas limpias de lado, con tal de conseguir salir de la trayectoria de autobús paralela en que me he movido hasta ahora y que, además, es una que no se empapa de los muchos espíritus que componen a este vehículo, a este camino y a esta ciudad.

martes, 9 de junio de 2009

De cómo mantenerse a salvo en la ciudad


Si su caso es el del hombre que se encuentra en la incómoda situación de vivir en una ciudad extranjera cuyas calles están vivas; ayúdese de la propuesta que humildemente presento para caminar por dónde se le hace necesario sin comprometer el espíritu.
En primer lugar, diríjase únicamente sobre las calles y avenidas principales. Sucede que es en las calles y avenidas alternas en donde se cultivan las excentricidades de las ciudades: así, he sido testigo de sitios de brujería, hostales de mal haber, bares y bazares independientes que emergen a los márgenes de las cruces que hieren las plazas céntricas alrededor de las cuales se construyen las ciudades. Como es de esperar, es también en estos lugares en donde los hombres viven no sólo olvidando los valores que las autoridades quieren instituír; sino, además, platicando una lengua confusa y derivada del idioma oficial.
En segunda, cuidadosamente vigile su paso de tal manera que logre andar por su ruta sin tener que alzar la mirada a la altura del horizonte. Encontrará este consejo muy útil una vez compruebe que hay miradas extrañas que buscan insistentemente calar con la suya. Las hay tan intensas que logran acompañarlo a casa y aparecer en su pensamiento cada cierto número de segundos. Las hay tan seductoras que le pueden hechar a perder el resto de la semana por hacer que Ud. se entregue a su incensante búsqueda. Las hay tan tristes que consiguen transformarlo en un fumador cuyos sentimientos sólo pueden ser aplacados con el vaivén del humo que se escapa por la boca.
En tercer lugar, por sobre todas las cosas evite salir con el corazón a la calle. Verá que fácilmente el corazón se lastima al confirmar que aún existen hombres cuyas piernas están entretejidas con el frío concreto que compone las aceras. El dolor atravesará cualquiera de sus dos ventrículos al escuchar los gritos de los profetas urbanos a los que nadie parece prestar atención. En el peor de los casos, el corazón se magullará con los ojos puros de los que todavía son niños y que tienen la capacidad de extender la mano y provocar que en el tórax resuene con violencia su nombre propio.
Dicho esto, no me queda más que desearle una felíz suerte y, además, observar que el ejercicio que he descrito anteriormente es doblemente eficaz: lo salva de la vorágine cotidiana y, en adición, consigue endurecer su pecho para mantenerle tranquilo bajo una misma línea que es certera y, sobre todo, inhumana.
*Fotografía del edificio de correos en el centro de San José.

Himno de la luz

Si el corazón del hombre cabe en un cofre, al mío lo encerraron en uno y lo olvidaron en alta mar. Mi historia va desde el momento en que los años, como golondrinas con perdigones, fueron cayendo uno a otro y el busto que alguna vez había erigido en el centro de mi país fue quedando atrás: presa de tierra extranjera, propiedad de hombres extraños. Residí en la profundidad. Mi jardín fue la noche y un cofre hermético, mi hogar. Se sabe que los espíritus del cielo, concientes de nuestra condición, han tejido dentro de nuestro ventrículo izquierdo un fino oído capaz de percibir el más sutil de los himnos. Por tal razón, abren el cielo dos veces al año y dejan sonar el tañido de las campanas de sus templos. Todo esto apareció en mi mente cuando en el tiempo de Pascua percibí las lejanas notas del canto del naúfrago que ha llegado a la orilla. Aliviado de mi condena, agradecí a ellos que hubiesen instuído en el corazón del hombre dichos principios que salvan. Ahora que me elevo a la superficie, el himno que cantan las voces y las campanas me parece uno que no es dulce ni liviano. Mientras más bebo de la luz del cielo, más se aflige mi corazón. El himno que despierta al corazón del hombre es tan poderoso que corrompe cualquier cerrojo, atraviesa cualquier océano y deshace cualquier corazón.

martes, 2 de junio de 2009

Tan sencillo como cruzar la calle

Conozco a un hombre al que se le acusa de locura por que se le pasan los días cruzando la calle J de un lado a otro. Cuando pregunté a los viejos de la cuadra por que se le había sentenciado así, me respondieron que una de las definiciones más usadas para categorizar la demencia era la que calificaba bajo esta naturaleza al hombre que realiza el mismo movimiento varias veces esperando un resultado diferente. Cuando le pregunté al acusado el por que de sus acciones, señaló que él no era un hombre que casaba con dicha definición. De acuerdo a su punto de vista, el hombre que cruzó la calle J de un lado a otro, por vez primera, no era el mismo que lo hizo más tarde en sentido opuesto. Observó, además, que a la luz de su descubrimiento se debería denominar como enajenado al hombre que no reconoce que lo que reside dentro de nosotros requiere de movimientos físicos tan sencillos como cruzar la calle J para transformarse en algo nuevo. Aclarado esto, resulta abrumadoramente obvio que este hombre se haya entregado con fervor a este movimiento bidireccional: no hay hombre que estando en sus cinco sentidos renuncie voluntariamente a todos los hombres que puede ser en una sola vida.

Bajo estos nuevos principios, concluí que en la cuadra que atraviesa la calle J hay más locos de los que creía y menos hombres de los que deberían.