domingo, 28 de agosto de 2011

Esa mañana, esta noche

Esa mañana, cuando despertamos, éramos dos en la cama.  Al abrir los ojos, un lejano rumor me hizo tomar consciencia de que por la noche, dentro de mí, habían vivido dos personas al mismo tiempo. La sensación duró un par de minutos y luego se perdió entre las sensaciones rutinarias que uno tiene al despertarse. Se mantuvo lánguida durante el resto del día, como un eco que vive detrás de los pensamientos: quizás más alla de donde estos se generan. Darle cabeza se me hacía imposible: ¿Qué significaba ser dos mientras se vive siendo uno? ¿Quién era el otro? O lo que más parecía excitar a mis sentidos: ¿Era yo el otro? Los días consecutivos pasaron sin ninguna eventualidad. Al despertar estaba más consciente de lo usual: pendiente de reconocer la presencia que me había visitado días atrás. Los sueños, si es que sucedían, eran los mismos de siempre: construcciones mezcladas de la imaginación y la realidad: no dejaban el sello que dejó la primera sensación sobre los ojos (una especie de pegajosidad que no se borra con frotar el agua sobre los ojos). Cuando el eco fue muy lejano como para recordarlo, volvió a suceder. Esta vez mientras estaba despierto. Ví al otro caminando sobre cuatro patas a mi costado izquierdo. Llevaba la mirada hacia abajo y el rostro muy cerca del suelo: como olfateando lo que ahí estaba. No hubo necesidad de preguntar nada por que el reconocimiento fue suficiente para traer el eco al momento presente: como una sacudida instantánea o como la invasión de la luz blanca de un bombillo en una habitación totalmente a oscuras. El miedo me mantuvo despierto por unas cuantas horas más y cuando, a la mañana siguiente, volví a despertar recordé que no había por que temer al viejo visitante que ha vivido conmigo (o dentro de mí) desde muchos años atrás. La familiaridad sustituyó al miedo y el alivio vino de reconocer que es mucho más fácil vivir con la primera que con la segunda. Lo que habrá que hacer es mantener el nivel de atención lo suficientemente afinado como para no volver a olvidar y además: no tener que pasar por un asalto como el de esa mañana y el consecuente estremecimiento que otorga la noche.

domingo, 7 de agosto de 2011

Ver y observar

Si por sus ojos fuera, ya estaría aplastado debajo de las miles de placas que ve cargadas sobre su propios hombros. Sin embargo, si no fuera por sus ojos no tendría la oportunidad de observar los pequeños encuentros que hay entre su mundo y, el que cree, es el mundo de todo lo demás. Aunque partan del mismo lugar, ver y observar nunca han sido actividades idénticas. Requieren, del sujeto, ánimos completamente diferentes. Esto no era de su conocimiento; aunque su cuerpo sí sabía sentir (y distinguir) la diferencia entre ambas. Veía su pasado, veía lo que le obligaba a acercar sus manos, a su boca. Veía cómo lo revivía una y otra vez hasta que consiguiera desgastarse por completo. Esto lo veía la mayoría del tiempo. Aún así, su cuerpo (su más fiel compañero) observaba como bajaba el café, cálido y reconfortante, por su garganta. Observaba cómo existía armonía entre la música que escuchaba y la forma en la que se desenvolvía la energía de la misma dentro de su pecho. Observaba que estas ventanas, por más fugaces que fueran, se abrían y abrían un nuevo tiempo de vida en él. Observaba que podía vivir de nuevo, sin pasado, sin futuro. Así se le iba la vida viendo y observando cosas distintas. Oprimido por los ojos que ven desde adentro hacia afuera; liberado por los que, desde afuera, observan hacia adentro.  Pasó que su piel pudo sentir la lluvia acercándose desde los lejos. La escuchó danzar sobre su jardín. La tentación de sacar la cabeza por la ventana y ver la lluvia (la que cae de arriba a abajo, la que en algún momento cesa, la lluvia de siempre) era grande. Se contuvo y decidió observar. Observar la lluvia sin verla era lo que él necesitaba. Decidió ocupar estos ojos y no los que sólo veían para ver y observar las cosas. A los otros ojos, después de sacarlos de sus órbitas, los guardó en un frasco. Ahora siente compasión al verlos por que también los está observando.

domingo, 17 de julio de 2011

Mañana

Lo curioso de la luz de la mañana es que su claridad sea antagónica a la porción de realidad que le concedo. No importa cuán clara sea la luz, por la mañana cualquier suceso puede significar la continuación de un sueño. Es por eso que no me resultó sorprendente notar que las ramas y las flores de las veraneras giraran en el mismo sentido y de la misma forma que yo lo hacía mientras tomaba el desayuno mirando hacia el jardín. Con lo tenue de la tarde, el suceso se hizo más pesado: más real. Por la noche, ya era lo suficientemente real como para quitarme la tranquilidad del sueño. A la mañana siguiente, tomé el desayuno en el mismo lugar de siempre y todo volvió a suceder; esta vez con más intensidad. La claridad de la mañana puede resultar extenuante cuando toma como punto de partida la perfecta comunión con la noche. El jardín completo era un reflejo exacto de mis movimientos por las mañanas y, sin ojos, ni arrugas; también sabía representar el ánimo (mezcla de maravilla y horror) que se gestaba dentro de mí mientras era testigo del suceso. El desgaste que sobrevino con la inútil tarea de comprender a las mañanas por las noches, agudizó mi sensibilidad a los elementos del jardín y pude descubrir que detrás de todo aquello existía una composición armoniosa, única y perfecta, que invitaba a descubrir la unicidad de la Naturaleza a través de la imitación de los movimientos. Una última mañana, posé mis pies descalzos sobre la tierra húmeda y al mirar hacia el cielo pude sentir como todo el cielo, en su vasta inmensidad, estaba mirando únicamente hacia mí. Desde entonces, para tomar el desayuno mirando hacia el jardín, para sentir el suave trazo de la brisa matutina acariciando el pecho, no tenía más que cerrar los ojos en cualquier parte del mundo a cualquier hora del día. La mañana la llevaba adentro de la misma manera que la mañana me ha llevado a mí desde el origen del tiempo.

jueves, 30 de junio de 2011

Su mirada, la mía

El miedo que sentía hacia usted se fundaba en su mirada. Un par de ojos bien armados, claros como el agua y lo suficientemente transparentes como para ver la imagen propia viviendo detrás de ellos. Su voz y la piel que se extendía sobre sus brazos eran el tiro de gracia: adornos que intensificaban lo que usted acentúaba cuando arqueaba los ojos y miraba hacia mi rostro, con toda la intención del mundo. Ahora he aprendido que el miedo que usted me provocaba no era otra cosa más que el miedo que yo dirigía hacía mi persona cuando dedicaba una tan sóla noche a explorar lo que reside adentro de mi tórax y que es lo  mismo que hacía oscilar mi voz entre frecuencias que, en aquellos momentos, desconocía. No eran sus ojos los que estaban dotados de un terror característico, eran los míos que se aterraban de descubrir en los suyos que lo que usted había visto (aquello que le había dado ese matíz a su mirada) podía ser también mío, si tenía el suficiente valor para reclamarlo. Después de hacer mío este conocimiento, comprendí que era una misma Noche la que nos atravesaba (a usted y a mí, a su cuerpo y al mío, a su voz y a la mía). Que la luz de la mañana nos bañaba y nos poseía de igual manera, que entre usted y yo existe la maravilla de un Universo en común y que es tan alcanzable como lo es cualquier copa a la altura de las manos. El miedo se hizo complicidad y la complicidad se volvió gloria cuando nos volvimos a ver a plena luz de la mañana y supimos que el uno era el otro y que juntos residíamos bajo un mundo que es más pequeño de lo que parece y que, sin embargo, se sabe y se siente como lo más grande que jamás hayamos podido contener dentro del pecho.

lunes, 20 de junio de 2011

Asesinar al dios que mora en el tiempo

Cuando mi papá habla de dios se le hinchan las venas y la sangre se apresura a presionar las paredes de sus mejillas. Esto me parece muy curioso por que cuando yo hablo con el mío los ojos se me pierden en las órbitas y me encuentro en un estado de inalterable serenidad. Es fácil concluír que no hablamos con el mismo. El dios de mi papá va de un tipo, obviamente superior, que llena al cuerpo de pasión y la boca de palabras que siempre suenan ajenas, como robadas. El mío (y digo 'mío' no con propiedad, sino haciendo referencia que es al que a mí me visita), al contrario, me llena al cuerpo de un líquido azul parecido a un océano de petróleo y la boca la cierra para no dejarla hablar. El de él, por lo que he escuchado, es un dios de los días cotidianos que llevan implícitos la promesa de días mejores, de unos días que no son estos. El mío habla de estos días. Me hace observar. Y aunque me visite a diario, tiene la habilidad de tomar a la cotidianidad por asalto. El que me a mí me visita me ha hecho ver la luz y la oscuridad por lo que son. No me ha prometido nada, pero me ha dado todo. El que a mí me visita me ha hecho ver que el que visita a mi papá, no mora en su pecho: sino, en algún lugar de su pasado desde dónde tira de las cuerdas que ahí encuentra para hacer hablar a mi papá con el odio con que habla. Cuando finalmente le hablé a mi padre sobre mi visitante, lo tomó muy mal: No le pareció correcto que le dijera que el mío no hiciera distinción entre el bien y el mal y que, en cambio, hiciera de la negación la principal de las premisas. El que me vista me explicó que para que mi papá abriera los ojos a su presencia debía, en primer lugar, asesinar al dios que mora en el tiempo que, a su vez, se extiende en la cabeza de mi papá. Le pregunté si yo era el indicado para la tarea. Sonrío y me dijo que no todos los días los hijos estaban dispuestos a cortarle las cabezas a sus padres. Me sonrojé y me dijo que, por el momento, era mejor sólo platicar.

sábado, 11 de junio de 2011

Sonreímos y nos sumergimos en el mar

El parabrisas era el marco en dónde se dibujaba un cielo celeste encogido por una masa robusta de nubes blancas. La luz de las once de la mañana iluminaba la carretera que debíamos seguir para llegar a nuestro destino. De ambos lados del automóvil, la vegetación, caracteristica de la zona, se volvía una pared verde y amorfa que parecía empujarnos hacia adelante, hacia adónde apuntaba el cielo. Tanto el conductor como yo nos sentimos reducidos, presionados en el tórax (una sensación muy parecida a la congoja: al filo de las lágrimas). Era tierra que desconocíamos. Éramos otros: éramos desconocidos. De vez en cuando, si uno tiene cierta disposición, descubre la vida que hay dentro de uno mismo y esa vida, ese regalo, es lo que alimenta de belleza al mundo (al mundo tal cual es: crudo, hermoso, iluminado). Guardamos silencio por el resto del camino. No sé cuánto tiempo habremos tardado en deslizarnos sobre ese sendero. Si sé, en cambio, que al bajar del automóvil nos miramos a los ojos y en nuestras miradas descubrimos que nosotros también, como lo han hecho hombres en todo el tiempo de la humanidad, habíamos descubierto que la eternidad es un instante y que ese instante es de lo que estamos compuestos. Sonreímos y nos sumergimos en el mar.

martes, 7 de junio de 2011

La idea del retorno

Yo conozco las entrañas de esta ciudad y esta ciudad conoce las mías. La he visitado más veces de lo que me gusta admitir (a mis conocidos, siempre busco entretenerlos con la sorpresa que sólo proviene del elemento del asombro y el asombro es una de esas cosas que a las personas le cuesta reconocer en la rutina). Sé de sus bares y de sus centros, sé de sus tardes y de la manera en la que cae la lluvia; pero, sí algo sé verdaderamente de esta ciudad es lo que ella procura en mí. Mi entrega a esta ciudad funcionó de la misma manera que lo hace la caña del pescador y el anzuelo: se disfraza una intención de otra y se consigue el resultado. Esta ciudad me quería devorar y lo consiguió poniendo un camino de migajas que me comí con todo gusto. Con el tiempo supe escuchar sus palabras y no las palabras que ponía en los intermediarios. Con el tiempo supe de sus caricias y no de las manos estériles de sus habitantes. Con el tiempo supe su verdadero nombre y no del eco que rebotaba en sus edificios. El verdadero encuentro, la comunión como fuente de conocimiento, provino únicamente cuando llamé a esta ciudad por su nombre propio. No por el nombre que le dan en el mapa, sino por aquel que mi espíritu descifró a través de la experencia de vivir a través de ella. Por eso es que retorno una y otra vez a esta ciudad, por que al escribir con mis letras o al articular con mi voz su nombre estoy pronunciado un nombre que también es mío y que me permite ser, al mismo tiempo, todo lo que yo soy y todo lo que ella es (su viento, su luz, sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus licores, sus altos, sus bajos). Supongo que buena parte de mi inhibición a contar la historia que hay entre esta ciudad y yo viene del recelo que alguien más consiga extraer de ella lo que yo he descubierto. De cualquier manera, esto no es ningún secreto: sino, pregúnteselo a aquellos que no necesitan más que un atisbo para conocer toda el esplendor de su humanidad.

lunes, 30 de mayo de 2011

Conciencia sobre conciencia

Tomó conciencia de lo fácil que sería perderlo todo y le invadió un miedo paralizador. Se había preocupado por ser del tipo que observa y no del que vive. Ahora estaba de pie, de puntillas, en el medio de un vasto océano oscuro de irreparable densidad. Naturalmente, se descompuso. Las mejillas perdieron su color, la sangre corría más rápido y aunque el cuerpo se sintiera como si estuviera más vivo, a él le parecía que estaba a segundos de volverse un puñado de carne: una nada. Tomó conciencia de su miedo y la voz en su cabeza se volvió insoportable. Le parecía que su identidad había caído cientos de escalones abajo del lugar en dónde acontecía aquello que él llamaba tiempo presente y que se sentía como si la misma vida estuviese siendo vivida por alguien más. Cerró las puertas y las ventanas. Refugiarse parecía lo más natural en un mundo que se había convertido en un verdugo. Envuelto en la sombra de una habitación por la que apenas pasaba el tiempo, tomó conciencia de su conciencia. Se erigió como un pilar sobre su propio cuerpo y vio aquello que realmente era. Las mejillas ardían en color, la sangre se volvió ligera como la luz. Regresó adónde se encontraba. Tomó conciencia de lo fácil que sería perderlo todo y articuló una sonrisa. Primero la punta del pie, después el tobillo, después el pie por completo, las rodillas, el muslo, el tórax, el cuello, la cabeza y todo él entero se sumergieron en el mar. El mar se extendía con una irreparable luminosidad.

San José, Costa Rica.

jueves, 19 de mayo de 2011

La decepción de la segunda vez

Mi fetiche por visitar un mismo lugar más de una vez es obvio: yo soy un junkie de los recuerdos. Por recuerdos habría que entender el complejo de emociones que, en un primer momento, alimentaron mi mapa de reacciones. El bar dos o tres cuadras abajo de la universidad a la que asistía mi mejor amigo y que fue dónde me sentí completamente absorto y vulnerable por una ciudad que, en su mayoría, desconocía. La mesa del restaurante en donde descubrí que yo también puedo ser el tipo que viaja solo y que, con el humor adecuado, se puede animar a platicar con desconocidos. La esquina del bar en mi ciudad natal en donde podría enamorarme una y otra y otra vez. Los lugares, las emociones, el ideal romántico: disfazar las circunstancias de características que no poseen y que, de ver bien, se sabe que provienen de la idea que en ese momento se siembra en nuestra cabeza. La segunda visita nunca será igual que la primera. No se trata del lugar. Se trata de uno mismo. Al lugar lo hace la experiencia; a la experiencia la hace uno mismo y a uno mismo lo hace uno mismo. Lo que sí resulta interesante (y válido, por así decirlo) es que a partir de la constante en el tiempo uno observe la variable, lo que cambia. Uno no es el mismo tipo que se enamoró de una tipa al filo de las seis de la tarde a pesar de que sea el mismo cuerpo que se sienta en la misma mesa y que, en la ingenua búsqueda de replicar la emoción, ordene el mismo gin tónico. Ese tipo probablemente ya no exista. La segunda vez puede ser terriblemente decepcionante. Como hombres somos animales de costumbres y nuestra versión de las cosas va de una vida en donde todo está lleno de intensidad, de altos altísimos y (para algunos otros) de bajos bajísimos. Nada está en el medio, todo está en los extremos. Está de más decir que nuestra versión de la vida no es la versión de la vida que vivimos. La experiencia será todo lo que es la primera experiencia únicamente cuando sea la primera. No la segunda, ni la tercera. Si aceptamos que lo que reside dentro de nosotros no es permanente, estamos renunciado a la idea de que alguna vez reviviremos el pasado. Si el mundo interno es constantemente cambiante, nuestro contacto con el mundo externo siempre será una nueva experiencia. Entonces cualquier contacto del hombre con el mundo que ha construído estará bañado de la intensidad revolucionaria que lleva en las entrañas y todas, cuales quiera que sean, serán primeras experiencias. Primeras veces.

San José, Costa Rica
Bajo la influencia de Sigh No More de Mumford & Sons.

lunes, 21 de marzo de 2011

Después del Viento

Lo que soy lo aprendí después del Viento. No fue cuestión tanto de voluntad como de imposición. El viento movió a la ciudad hasta la locura. Trajo abajo los árboles, desplomó los edificios, hizo del mar algo rebelde. Envueltos en estas circunstancias, los habitantes nos vimos irremediablamente afectados. El eje que cruza nuestro organismo de norte a sur (o de este a oeste, en el caso de otros) se desvió e hizo que la sangre corriera en otra dirección, bajo otro ritmo. No fue fácil adaptarnos; de hecho, sólo conseguir respirar de nuevo con facilidad, de manera natural, nos tomó uno o dos años. Algunos de nosotros todavía se detienen en su andar, miran hacia arriba y mueven las mandíbulas meticulosamente para imitar, de la mejor manera que pueden, un bostezo o una atrapada de aire. No sabemos por qué nos sucedió todo esto. Ante la incertidumbre, surgió el miedo y con el miedo los reclamos. Los religiosos quemaron las imágenes de sus dioses, derribaron sus iglesias. Los intelectuales se remitieron a la historia y estudiaron la vida de aquellos hombres que vivieron las calamidades de su tiempo con paciencia y entrega. Quedamos un buen resto en el limbo: hombres -sólo hombres- que no teníamos idea de qué o a quién reclamar. Mucho menos qué tipo de material estudiar. Esos nos fuimos a vivir a las afueras de la ciudad: ahí, adónde era más alto. El cuerpo nos los dictó necesario. Afuera de los escombros, lejos del ruido gris del pensamiento, respiramos ya no con el cuerpo, sino con algo de adentro. Los ejes de nuestro espíritu se vinieron abajo, los ojos se volteraron hacia adentro y entendimos que el aire que habíamos estado respirando después de los grandes vientos no era el problema. El problema era el envase. Estaba atorado de mucha ciudad, de mucho humanismo. Después de repararlo, respiré con todo el cuerpo por vez primera. Y no hubo más problemas en adelante. Está de más decir que ahora ya no necesito de oxígeno para respirar con cada átomo de mi cuerpo.

domingo, 16 de enero de 2011

Vespertino

Esa tarde decidió salir a tomar cerveza al bar más cercano de la zona en donde vivía. Decidió hacerlo solo porque tenía un buen rato de no dedicarse tiempo a sí mismo. Esto último, él, que siempre ha sentido una natural inclinación hacia el drama, lo disfrazó de una tragedia cotidiana derivada de su recién adquirida soltería. En realidad, extrañaba su encantadora disponibilidad a la soledad y a la independencia (que en tardes como esta era cuando se revestían de la gloria de la intimidad: secreto propio y suculento). Se instaló rápidamente. Desensambló su computadora personal, la puso sobre la mesa, hizo una rápida revisión de sus últimos textos, ordenó una cerveza, leyó y trajo a su memoria (y a la memoria de su piel)  la última vez que estuvo así, en este bar, en ese tipo de tarde; desplegó la lista de  sus contactos y vio, con incredulidad, el botón que avisaba que ese contacto, el que había sido hace muy poco tiempo su contacto, estaba disponible: a la expectativa de una señal; la que fuera. Bebió su cerveza con una falsa tranquilidad (de hecho, bajó sus brazos en dirección hacia el suelo como quién empuja toda la emoción del cuerpo hacia el olvido o hacia algún lugar en dónde esta no pueda afectar) y se arriesgó a saludar. 

Le dijo que la noche anterior había sido una noche de fiesta, que si no miraba el rastro de la madrugada sobre sus ojos. Le dijo que no. No le dijo que sus ojos se veían maravillosos en comparación con el último día que los vio. Para la tercera cerveza del otro, se animó a ordenar una para sí mismo. Después de todo, siempre le había inspirado algo de confianza tomar así: en su compañía, en compañía de las tardes, en compañía de ese viejo sentimiento de comodidad que deja el recuerdo de una relación humana. También extrañaba esto: pero, lo extrañaba de una manera distinta. No le parecía que la ventaja fuera la soledad y la independencia, le parecía que esas dos cosas nunca habían sido realmente suyas. De esto, le gustaba la libertad.

La luz de la tarde invadió el lugar. Se mantuvo suspendida a nivel de los tobillos. Bañó la madera de las mesas, las manos del mesero que servía las bebidas, la vieja caja registradora de la esquina, los rostros de los amantes. Se miraron a los ojos. Sintieron sobre ellos el peso que es característico del tiempo pasado acomplejado por las manos del hombre: retorcido, hecho menos esencial y más tormentoso. Sus cuerpos se estremecieron ante la invasión de aquella emoción: lloraron por ser lo que eran ahora a partir de una mala interpretación del ayer. Lloraban, en realidad, por la revelación que era poder tener todo esto (su libertad, su independencia, su autonomía) sin necesidad de destruir el puente que les unía. Se limpiaron los ojos y ordenaron algo más. Esta vez, lo hicieron juntos: jactándose, frente a los espectadores del bar, de ese nexo indescifrable que en esta tarde se apreciaba como una flor blanca sobre un estanque de agua anaranjada.