miércoles, 23 de diciembre de 2009

Implosión

María era uno de esos casos que cualquier siquiatra sueña con atender. La escisión entre sus diversos ánimos era un abismo lo suficientemente maduro como para merecer toda la experiencia y los años de estudio de un especialista. De acuerdo a una vasta mayoría, el abrupto corte en la formación mental de la mujer se encontraba en los fundamentos de su infancia. Para ella no fue ninguna sorpresa este veredicto. Antes de desarrollar un gusto muy característico por el dolor —tanto físico, como espiritual— estuvo la Primera Violencia de la niñez. Aunque sea común encontrar en los corazones recién nacidos la capacidad de gestar la fuerza como corriente oceánica, a los especialistas les parecía que la condición de la entonces niña había sido fuera de lo normal. De cualquiera manera, de nada le servía a María remontarse a su niñez: más que ayudarle, esto le provocaba ansiedad por recurrir a todos aquellos hábitos que los doctores habían dicho que tenía que suspender lo más pronto posible. Al observar su temprana juventud, los conocedores la calificaron de una fase incierta. El silencio y la inhibición eran los parámetros que la regían. Dos o tres doctores, más acertados que los demás, señalaron que fue entonces cuando la paciente gestó, dentro de sí, un versión de sí misma que se convertiría más adelante en su principal persecutor. En esto había dado justo en el clavo: María había sido una adolescente de trapo. Llena de dolor. El odio que surgía de su cuerpo, como reacción, rebotaba hacia adentro y alimentaba una oscura amalgama que paulatinamente iba creciendo hasta convertirse en algo insostenible. Años después de seguirla atendiendo, los siquiatras platicaban de ella en las principales convenciones que se realizaban en la región. Los más espirituales, hablaban de meditación. Los más prácticos, de medicamentos. Incluso, se llegó a escuchar de un grupo de excéntricos que pusieron sobre la mesa la posibilidad del exorcismo. A María, que ya se consideraba un caso perdido, todo esto le causaba gracia. Para sus primeros tratamientos, creía fervorosamente en el poder de la medicina. A medida fueron volviéndose más complejos, inútiles y dolorosos, fue presa del escepticismo. A sus veinticinco años ya no los creía necesarios. Decidió prorrogarlos unos cuantos meses más únicamente para tener el gusto de mostrarle a los médicos en que habían fallado. Había escrito en un pedazo de papel sobre el tocador lo que diría a los médicos en la siguiente conferencia. Estaba sentada sobre su cama, dándole la espalda a la pared y la cara a la noche. En el papel se leía: En lo que ustedes fallaron, amigos, fue en reconocer el sencillo detalle de que, como el mío, hay corazones humanos que nacen muy henchidos para ser contenidos en un tórax. Es en estas ocasiones, cualquier brisa es una tormenta. Las chispas son incendios. La medicina, una cárcel. Somos muchos y hemos sido creados para la implosión.

sábado, 28 de noviembre de 2009

El misterioso inquilino

Cuando mi padre decidió heredarme su casa, hace ya más de veinte años, sabía perfectamente que iba a hacer con ella. En cuestión de meses, la transformé en un hostal. La propiedad se prestaba para ello. Un jardín al centro, corredores amplios, ventanas grandes, aire y luz de tranquilidad durante las tardes. Como con cualquier acontecimiento en mi vida, nunca pude obtener plena satisfacción del regalo. En el título de la propiedad, se leía una advertencia para el dueño de la misma. La propiedad venía con un inquilino. Uno del cual el dueño no se podría deshacer. Decidí pasarlo por alto. Después de todo, esto parecía la oportunidad perfecta para librarme del trabajo que llevaba haciendo para un banco internacional hacía ya más de diez años. El dinero que me hacía falta para conseguir mudarme de ciudad, también lo podría obtener del nuevo proyecto. El inquilino, en ese momento, era de mis últimas prioridades. Era un muchacho de apariencia frágil, piel muy blanca y una voz tan sublime como las voces que uno alguna vez escucha y coloca muy atrás en la memoria. Hasta el día de ahora no sé su nombre. Nunca se lo pregunté, ni tampoco lo dijo alguna vez. Durante los primeros días del negocio, su presencia fue me insignificante. A medida el hostal aumentaba en visitas, el misterioso inquilino fue desarrollando hábitos que lograban incomodarme de abrupta manera. Le daba por escuchar una sola canción compuesta en los tiempos antiguos y que, de ser escuchada muchas veces, logra calar en los huesos hasta el punto de desear la misma muerte. A parte de eso, el aire que expelía su habitación tenía la capacidad de acabar con todos los geranios que había decidido colocar afuera de las ventanas de las habitaciones. Cuando finalmente tuve el coraje de reclamarle, sus ojos me vieron de una manera indescriptible y me marché cargando en el corazón la tristeza más grande que jamás había conocido. Un hombre como yo, de cuarenta y tantos años, no puede darse el lujo de perder el negocio que nació con el único objetivo de darle a mi vida ese je ne se quoi que se me negó durante la juventud. Resulta lógico que haya decidido deshacerme de él. Decidí hacerlo durante un sábado por la tarde. Era en estos días y a esas horas cuando el oscuro inquilino tomaba siestas que duraban hasta el domingo por la noche. Le disparé en la frente y en el estómago con una escopeta que venía con la casa y, además, tenía la capacidad de darle al hostal un aire avejentado. Un par de minutos después de haberlo asesinado, la casa se estremeció hasta sus bases. El inquilino formaba parte visceral de toda la construcción. Sus hábitos eran la forma que él tenía de alimentar este lugar. Después de su muerte. el hostal ha perdido todo su encanto. Los ingresos se han venido para abajo. Los ánimos, también. Hace una semana conseguí un comprador para la propiedad. Como tiene una buena ubicación, no me fue difícil conseguirlo. Ayer, mientras observaba a los nuevos propietarios derribar los muros, no pude evitar pensar que la vida había sido increíblemente bondadosa dejándome poseer lo que yo tanto había deseado; y que yo, una vez más, había sido lo suficientemente estúpido como para dejarlo pasar.

jueves, 26 de noviembre de 2009

De como reclamar el nombre propio

Desde el inicio de los tiempos, la decisión del nombre ha sido cosa ajena a la voluntad de los mortales. En el tiempo antiguo, fue cuando los hombres estuvieron más cerca de ejercer alguna injerencia sobre el asunto. Fueron los días de los dioses y el Destino. En nuestro tiempo, estamos tan alejados de nuestro verdadero nombre que, a algunos de nosotros, nos ha tocado vivir con uno que no es el que estremece a nuestro espíritu cuando mencionado. Prueba de ello resulta la observación de nombres tan vulgares que ocasionan risa o vergüenza al pronunciarse. Sino, la asignación de un conjunto de palabras distintas de un nombre de parte del amante para referirse al amado. La distancia en letras, palabras y significados que existe entre el nombre verdadero de una persona y su nombre de mundo; es directamente proporcional a las letras, palabras y significados que se usan para definirle. No tendría que ser así. El nombre, si verdadero, sólo basta de una boca que se atreva a pronunciarlo para implantar —apoyándose de los sentidos— una serie de reacciones en el espíritu de quién lo ejecuta. Resulta lógico señalar que la única posibilidad de conocer nuestro verdadero nombre en este mundo, se encuentra en lo que se podría definir como un espacio paralelo al mundo que conocemos. Un lugar que también tiene su propio nombre; pero que, por conocerlo a oscuras y no totalmente, no puedo llamar adecuadamente. Para dirigirse a este sitio, se debe tener la voluntad necesaria para hacerlo. Paradójicamente, la mayoría de nosotros no podría gestar las condiciones necesarias para generar esa voluntad si no fuera por una suerte de eventualidades que están fuera del alcance de nuestras manos. Dicho de otra manera: para dirigirse de manera voluntaria al lugar donde finalmente nos llamarán por nuestro verdadero nombre; en primer lugar, hay que dejarse arrastrar por aquellos fenómenos que parecen ir en contra de nuestra sanidad. De cualquier manera, no basta únicamente visitar este sitio. Las poquísimas veces que he conseguido dar con el lugar, me encuentro con susurros muy bajos, distintos idiomas, agudos muy altos: una mezcla incomprensible de voces que se encuentra en una frecuencia diferente a la que estamos acostumbrados a escuchar. De esto, no puedo sino concluir que seremos merecedores de nuestro verdadero nombre hasta que hayamos forjado el molde que lo reclama para que implique las mismas cosas que el mismo sugiere. Al momento de escuchar por vez primera nuestro único nombre, no debe existir distancia entre lo que él significa y lo que nosotros somos. Sino, sucederá como aquellos que, de alguna u otra manera, llegaron a escucharle y al no poder cumplir las implicancias, no vieron otra salida más que el deceso por vergüenza. Probablemente, todo esto suene fatal e inalcanzable. Pero, en busca de mantener los ánimos elevados, habría que agregar un último detalle en relación al tema. El ser humano es el único animal capaz de conocer su verdadero nombre. Es fácil comprobarlo. El nombre que nuestros padres nos atribuyeron, nuestro nombre de mundo, posee —aún con sus innumerables fallas— la habilidad de recrear, dentro de los parámetros de este mundo, una réplica minúscula del efecto que tendría nuestro verdadero nombre sobre nuestro espíritu. Si ha Ud. le ha sucedido que su corazón se ha hinchado o encogido a causa de la forma en la que han o no han pronunciado su nombre de este mundo; imagine el placer o la tristeza que le arrastrará cuando finalmente algo mucho más magnífico o terrible que Ud. lo gesticule con unos labios y una voz que nunca Ud. concibió antes.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Extender las horas del día

Aunque haya quedado atrás, cada uno de nosotros recuerda el momento en el que finalmente nos reconocimos unos a otros. Por supuesto que no fue grato. Éramos muchos en un espacio que, al final de cuentas, nos quedaba muy pequeño. Fue por la noche. Tenía que ser así. Por la noche guardábamos silencio. Algunos, por cansancio. Otros, por contemplar la siniestra quietud que la caracteriza. Una vez fueron apareciendo todos los ojos que se resguardaban en una misma habitación, comenzó la guerra. Nos hicimos añicos. Hasta que fuimos mucho menos que uno solo, pudimos comenzar desde el inicio. Nos reconciliamos. Nos dimos las manos. No tocamos los labios. Besamos las palabras del uno y del otro. De una manera difícil de explicar, nos volvimos más. No exactamente más fuertes. Sino, lo contrario. Éramos una amalgama inseparable: toda ella al margen del más sútil de los movimientos. Nos declaramos hijos de la noche. En la crueldad de la noche, se podía identificar un llanto, como himno, que subía por las paredes y se disipaba con la oscuridad.
El tiempo ha sabido dejar huella. Seguimos unidos en esta contienda. Ahora nos enriquecemos de la luz. No de cualquiera, sino de la que rebota de las hojas y las ventanas de los edificios después de que el día ha cedido al sacrificio del mediodía. En materia de estas cosas, somos unos niños. Apenas y hemos aprendido a vernos los rostros bajo esta cortina castaña que nos presta esos meses del año que, de manera apresurada, se dejan caer por los rascacielos. La noche no ha perdido su encanto. En todo caso, se ha revestido del mismo. Nuestra comunión comienza por las tardes. Nuestra muerte, por las noches. Nuestra única habitación sigue siendo muy pequeña. Con la gran diferencia que ahora no nos sofocamos hasta morir. Extendemos nuestras extremidades hasta asfixiarnos con la dulzura del que pone toda su voluntad del lado del exterminio.
Y en este eterno sacrificio, se nos va la vida entera.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Puerta cerrada

A decir verdad, nunca me he sentido muy cómodo con las nuevas visitas. Con el tiempo, esto dejó de ser una falta para convertirse en eso que convenientemente definimos como un rasgo de la personalidad. Soy más del tipo reservado. Me gusta bajar las escaleras a un salón vacío; acompañado nomás que por la luz anarajanda de la tarde. Además, me gusta tener pleno control de todo aquello que dejo ver de mí mismo a las personas extrañas. Así, por ejemplo, evito quedarme a dormir en una habitación que no sea la mía. La luz de la mañana nunca me ha favorecido. De hecho, por algún lado escuché que la única forma de conocer genuinamente a alguien es estar a su lado para cuando da las primeras palabras del día. Nunca me he sentido listo, ni creo poder estarlo en poco tiempo, para un detalle de esta magnitud. Con la mayoría de mis conocidos, he logrado controlar la situación. Dejo que crucen la puerta sólo alguno de ellos. A los que no, tampoco es que los desheche como asuntos ordinarios. De ser posible, les doy un recorrido por los jardines de los alrededores y, sino, por lo que considero algunos de los sitios más importantes de visitar. El problema está cuando me encuentro con visitas que no necesitan tocar la puerta para entrar. Esos son los que se salen del margen. Como no los puedo controlar, me armo de toda mi paciencia y, si ando de buenas, platicamos un par de horas. Luego me disculpo y pretendo ir a la cama aunque tanto ellos como yo sepamos que lo último que vendrá a mí es la tranquilidad que necesita la cabeza cuando se aligera para dormir. Cuando ando de malas, lo cual ha ocurrido durante los últimos días, solamente ignoro su presencia. No me molesto, siquiera, en ofrecerles algo de tomar. Vale decir que esta práctica ha disminuído efectivamente las visitas. Al menos, hasta esta última semana. Uno de estos visitantes se ha valido de un sentido distinto a la vista para hacerse presente en mi habitación. Resulta que ha dejado un trazo de olor en el camino que ocupa aproximadamente doce pasos para llegar desde la puerta de mi habitación hasta mi colchón. El olor es desagradable: una intensa mezcla de madera con sudor. Los dos primeros días que estuve consciente del fenómeno, decidí ignorarlo. Me sentía incapaz de asimilarlo. No fue sino hasta el día de ayer que dije algo al respecto. Lo dije en voz alta. Debo reconocer que cuando encontré no más que el recuerdo de aquel olor en m habitación, sentí la lejana caricia que es la decepción del corazón humano. El olor se ha desvanecido. Ahora no me queda más que la incisiva duda de saber si esta política de puertas cerradas es lo que realmente más me conviene.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Callar al Demonio, saciar su sed

A pesar de lo ajustado, la falda de Dolores se deslizó por sus piernas sin mayor dificultad. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. Como cualquier otra noche, Dolores había salido con la única intención de enredarse en una situación tan compleja como la de esa madrugada. Estuvo platicando con personas medianamente conocidas hasta elevadas horas de la noche. De todas maneras, se trataba de pasar el tiempo con una copa y con una que otra boca que hablara. Cuando revisó su teléfono, se dio cuenta de la hora. Hace menos de dos meses conoció a un muchacho en un sitio que se conoce tanto por mantenerse abierto hasta horas no muy prudentes, como por permitir el consumo de cocaína. A Dolores nunca le había gustado la cocaína. Seguro, si la había probado. Pero, nunca se había considerado una experta en el tema. Esa noche le dio otra oportunidad. La suave luz del reflector bañaba el lado izquierdo de su cabello. Dolores parecía un fantasma. El muchacho se acercó a pasos aligerados. Decidió comenzar con una broma que ella no entendió. Lo invitó a tomar asiento. En menos de lo que Dolores decidió ordenar un whisky, él estaba acariciando la parte superior de su muslo derecho. Lo hacía de una forma tosca. No le importaba la mano de quién fuese, mientras fuera la mano de un hombre. La forma en la que lo hacía, era ya una nimiedad. El muchacho ofreció su casa. Por lo que decía, estaba cerca. Dolores había tomado un taxi para llegar al bar. Si tenía suerte, se ahorraría el taxi del regreso y este muchacho la llevaría a casa. Se detuvo. Lo pensó dos veces: ¿estaba dispuesta a perder el íntimo momento de dolor que es el regreso a su casa invadidad de olores que no son los de ella y empapada de caricias que no provienen sino de la noche? No, no quedaba duda. Tomaría un taxi de regreso a casa. La primera vez que entró a la casa de él, sintió unas intensas ganas de vomitar. Se contuvo y solicitó el tocador. A pesar de lo borroso del reflejo, pudo reconocer sin dificultad el trazo de sangre seca que se dibujaba sobre su labio superior. Si a él no le había importado, estaba bien. Lo dejó ahí. Desde muy pequeña, había tenido la extraña costumbre de dejar sus heridas a la vista. Para ella, observarlas era una compleja mezcla de placer y dolor. Mientras él estaba sobre ella, dirigía su mirada hacia el lado. Había algo trágico en la forma en que su brazo, pálido, rebotaba sin vida en aquel colchón. El muchacho le sugirió que se quedara a dormir. Ella no respondió. En el camino de regresó se dio cuenta que durante toda aquella travesía en ningún momento había visto los ojos de su verdugo. Le parecía tanto impersonal como necesario. Si quería mantener este hábito, tendría que recrearlo cuidadosamente. Al llegar a casa, se sirvió otro whisky. Dolores tenía veintitrés años. Desde que entró a lo que se conoce como la juventud, ha tenido un inmenso deseo por acabar con su vida. Como no puede hacerlo, la destruye por pequeños trozos. Sabía que este hábito acabaría con ella tarde o temprano. Pero, también sabía que se le hacía irresistible hacerlo. Bebió el último sorbo de whisky. Al posar la cabeza en la almohada, hizo un veloz recuento de todo lo que había hecho durante una sola noche. Una violenta tormenta de pesares se concentró en su pecho. Sólo así, con el corazón estrujado, conseguía dormir tranquila. La mañana siguiente tomaría una ducha larga. Quizá se arrepentiría de todo lo que acontenció la noche anterior, pero ella sabía bien lo difícil que era combatir el hambre voraz de la mujer -mitad mujer, mitad dragón- que llevaba dentro de sí. No sabía cuando terminaría todo esto. Mucho menos, cuánto era suficiente.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Encuentre la única diferencia

1
Para haber sido un hombre cuerdo, Diego ocupaba demasiado tiempo en contemplar las nubes. Sus favoritos eran los días en los que la luz de la mañana componía a las nubes de manera robusta. Sino, también tenía especial aprecio por los días en los que el viento las barría y las dejaba despilfarradas por todo el cielo. No dejaba de observarlas sino hasta tener completa consciencia de sus detalles. Era un ejercicio tanto doloroso como placentero. Dolía por que así se estremece el corazón del hombre cuando observa algo que no se puede contener bajo los principios de este mundo. Regocijaba por que eso es lo que provoca la casi invisible caricia de lo inefable en el pecho. A Diego se le hacía imposible separar lo uno de lo otro. El ejercicio lo construía y destruía mil veces al día. Para cuando se vino a dar cuenta, Diego estaba muy enganchado a su hábito. No tenía intención de corregirlo.
2

Para haber sido un hombre foráneo, Diego ocupaba demasiado tiempo en el capricho de vivir las cosas de este mundo. Sus favoritas eran las sacudidas que provocaban las falsas emociones en su pecho. Sino, también tenía especial aprecio por todas aquellas sustancias que engañan al que sueña y apaciguan al que se queja. No dejaba de armarse de experiencias sino hasta tener colmadas todas aquellas exigencias del espíritu que él no sabía llenar. Era un ejercicio tanto doloroso como placentero. Placentero por que así es el fugaz instante en el que se cubre la boca del yo oscuro con la embriaguez del yo fantasma. Doloroso por que la luz del día sigue mostrando a las nubes como fehaciente prueba de lo que nunca escuchamos y lo que nunca seremos por cobardía. A Diego se le hacía imposible parar. El ejercicio aliviaba y lo retorcía mil veces al día. Para cuando se vino a dar cuenta, Diego estaba muy enganchado en su hábito. No tenía intención de corregirlo.

martes, 27 de octubre de 2009

Revelación

Esta mañana desperté a lo que resultó ser una revelación. Desde hace algún tiempo, mi hermano y yo hemos coincidido en algún lugar que existe entre sus sueños y los míos. En la infancia, tenía lógica que así fuera. Veníamos del mismo núcleo. Compartíamos la misma violencia. Por las noches, solíamos mirarnos a los ojos hasta quedar dormidos. Sonreíamos por que sabíamos que esa misma noche estaríamos jugando en un jardín que era de las mismas dimensiones que el que teníamos en casa pero que, para gloria nuestra, tenía un cielo que podía ser el mar o el infierno. Éramos muy unidos. Sin embargo, a medida fuimos creciendo, nuestros ánimos fueron formándose bajo diferentes luces. Él se acercó peligrosamente a la religión. Yo, al vacío. Nuestros encuentros nocturnos se volvieron menos frecuentes. De hecho, si sucedían, dejaban una huella poco reconocible en la memoria. Algo así como el eco de una voz que no se sabe si se ha escuchado o no. Algunas veces, reconocíamos el uno el otro la mirada invadida de complicidad que indicaba que habíamos estado horas atrás en un mismo lugar. Muchas veces un lugar prohibido. A pesar de esto, ninguno de los dos decía algo al respecto. Hasta esta mañana pensé que habíamos perdido nuestra conexión. No fue antes de que terminara de frotar mis ojos, cuando escuché la voz de mi hermano diciendo que había soñado conmigo. En su sueño, compartíamos un mismo cigarrillo que yo había encedido deliberadamente para provocar tentación en él. Antes de que terminara de relatarlo, su rostro se transformó hasta formar un gesto de extrañeza. No entendía la razón de mi sonrisa. Una sonrisa que implicaba cierta intención escondida. Después de que se retiró de la habitación, estuve pensando en nuevas maneras de fortalecer nuestro vínculo. Necesito hacerlo. Sin él, no puedo conocer todo aquello que nos ha sido arrebatado desde nuestro nacimiento. He decidido, como primer paso, visitarle más seguido. Para lograrlo, necesito poner toda mi fuerza en su espíritu. Aun si esto significa arrastrar a mi querido hermano hasta este lugar que irremediablamente es el vacío y que es donde yo habito.

domingo, 18 de octubre de 2009

No es la última pieza del dominó

Aveces siento que todo en mi vida es así. Pequeñas alegrías, pequeñas tristezas. Grandes homenajes. De cierta forma, es fácil de comprender el patrón conductual. Al no encontrar mérito en lo que está a mi alcance, creo la sensación a partir de una receta bien calculada. Lo que busco se asemeja a un vaivén. Uno acompañado de una especie de ensoñación. Curioso que lo ponga así, por que lo que más se necesita para conseguirlo es estar despierto. Consciente. A algunos, esto se los brinda las letras. Sino, la música. Hay otros —no sé si más o menos afortunados— que lo obtienen de alguien más. Del Amor, por ponerlo con palabras más exactas. También están lo que nunca lo consiguen y que nunca se han preocupado por buscarlo. Estos son más llanos. Pero, definitivamente viven más tranquilos. Yo he probado con varios de estos recursos. A todos los he agotado. Cuando pienso eso, me siento adelantado a mi edad. Pero, si profundizo, reconozco que siempre he sido muy precoz en materia de desesperanza. Sé que no debería. Después de todo, en muchas cosas aún soy un muchacho. En muchas que son importantes. Sino, me lo recuerdan los filmes. Los franceses y los viejos, sobre todo. En ellos, los protagonistas obtienen todo lo que han buscado poco después de la mitad de sus vidas. En este tema, los libros son una tortura. Los buenos y los que más logran calar en mí, son de hombres muy jóvenes. La violencia de la juventud es algo invaluable. Para tranquilizarme, observo que los autores que leo son hombres exepcionales. Genios. Hombres y mujeres de los cuales me separo abismalmente. Sí, si es una fortuna que no todo esté perdido. En este camino hay zonas de descanso. También hay trenes en los que aún no me he montado. Supongo que puedo decir que aún me falta por vivir. Lo agradezco. En el medio de toda esta desazón, me mantego firme en una sola cosa. Si la llama que lleva la vela que guardo en mi pecho ha conseguido mantenerse encendida, estamos hablando de milagros. Y aunque no me guste reconocerlo, es lo que me mantiene aferrado a la habitación en la que yo vivo.
-Gracias a Diego por rescatar, de una conversación, las tres primeras líneas de este texto.

martes, 13 de octubre de 2009

El hombre y la bestia: Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1941)

El hombre que ha decidido lanzarse al peligroso viaje al lado oscuro de su corazón, tiene que ser el mismo el hombre que no tiene ningún problema con dejar pasar al Diablo por la puerta de su habitación. En algunas cosas, es como cualquier otro. También lleva consigo un pecho encogido por la irreconciliable lucha de las dos voces a las que es acreedor por el simple hecho de haber nacido humano. También muerde sus labios ante la sublime tentación que es la piel, como sábana extendida, brillando a consecuencia de la luz de la noche sobre ella. También se sabe avergonzado al reconocer frente a un espejo que es él, y sólo él, el mismo que gestó los pensamientos que lo llevaron a encontrar su imagen algo borrosa: como con facciones desdibujadas. Pero, en algunos otros asuntos, es distinto. Encontrará la manera de desligar al Animal de la Razón. Sólo una de sus voces responderá a los violentos himnos de la noche. Sólo una de sus manos se posará sobre el efervescente muslo que invita al desenfreno. Sólo uno de sus labios reirá emborrachado por las sombras del abismo. Pasará entonces que el hombre que quiso conocer lo más puro de la maldad se convertirá en eso que los demás han sabido evitar. Sucederá que la voz del animal se volverá gruñido. El gruñido ahogará la armonía y este hombre dejará de serlo. Y como en la historia del imprudente: este hombre, ahora animal, será la consecuencia. Jamás el camino. Aún si supo dibujar el camino que todo hombre debía de seguir.

domingo, 11 de octubre de 2009

Clara et moi

Clara et moi (2004) es como la vida.

Es maravillosa. No requiere más que la apertura de dos corazones para ensamblar una historia lo suficientemente valiosa para ser contada. Lo suficientemente humana para ser escuchada. Lo suficientemente válida para morderse los labios y esperar que algún día Ud. sea el que se encuentre al Amor en el asiento de frente del metro de París.

Es sencilla. Por que a pesar de las complejidades que trae consigo enfrentarse a las decisiones que vivir esta vida implica, la decisión más adecuada se encuentra atada al corazón y no a la razón. Está ahí: en la voz oculta de la intuición. En esa que suena como a eco y que, sin embargo, es más fuerte que cualquier grito que alguna vez podríamos ejecutar.

Tiene música. No es difícil —y es magnífico— adjuntarle a los momentos la música que mejor se apega a ellos. Los intensifica. Les brinda una especie de filo con el que, en cuestión de minutos, se transforman en aquellos días que rigen todo lo que la vida será a partir de ellos. En esta oportunidad, el filme cuenta con la composición de Benjamin Biolay. Un trabajo digno de reconocer. Colabora con la fluidez y le permite al espectador formar parte de una historia de amor que, aunque no propia, por la música también puede pertenecer a él.

Es triste. Por que en este lugar en donde vivimos el territorio es irregular. No contamos con una pradera llana. En donde nosotros nos movemos hay altos y hay bajos. Hay altos muy elevados: tan elevados que es posible dejar de respirar por un segundo. También hay bajos: muy profundos. Brechas que se abren en el terreno y envían al hombre ahí adónde él pensaba que no tenía cabida.

Es rotunda. No siempre cumple las expectativas. Nunca pretendió hacerlo. Es, al mismo tiempo, aliviador y doloroso. Está llena de pequeños detalles que construyen todo lo que nosotros somos ahora. Está llena de pequeños defectos.

Pero, sobre todas las cosas, el filme es corto. El presente se piensa para siempre aún si dura unos cuantos minutos. El futuro depende directamente de adónde hayamos dirigido la mirada. De lo que dijimos y de lo que no. De lo que dejamos entrar y de las puertas que cerramos.

sábado, 10 de octubre de 2009

El agujero

A Claudia.
Fue hasta el momento en el que lo encontramos insoportable, cuando decidimos lidiar con el agujero que había surgido en la sala de estar. No teníamos idea de que esto podía pasarnos también a nosotros. Siempre hemos sido muy cuidadosos. Algunos de nuestros vecinos, que ya están familirizados con el problema, nos recomendaron dirigirnos al mercado del centro de la ciudad. Según ellos, ahí encontraríamos no una, sino un ciento de soluciones. Al llegar al lugar, lo confirmamos. En poco tiempo tuvimos en nuestras manos casi millar de pequeñas muestras de alfombras. Un muestrario muy variado. Uno muy satisfactorio. Había toda suerte de alfombras: pequeñas, grandes, cuadradas, asimétricas, oscuras, brillantes, delgadas, gruesas, fabricadas en este mundo o fabricadas en algún mundo de afuera. Convergimos en una alfombra gruesa de significativo tamaño con un patrón muy inusual y que, según el vendedor, venía de un lugar en donde las alfombras alguna vez habían sido agujeros. Nos pareció única y adecuada. En el mercado nos explicaron que este tipo de agujeros surgen por consecuencia del contacto entre el cuerpo humano y algún punto del suelo del lugar en el que este habita. No un contacto cualquiera, sino uno específico. Para ser justos, ya lo sospechábamos. La mujer que vive al lado de nosotros consiguió crear un agujero la misma noche que termino de escribir los relatos en los que describía sus últimas citas sexuales con el Demonio. Decidió darse una siesta con justa razón. Despertó flotando sobre una llama violeta que provenía del sótano y atravesaba los dos niveles de su casa hasta llegar a su habitación. Aproximadamente, nuestro agujero medía un metro de ancho y unos dos de alto. No había sentido en buscar a un culpable. Días anteriores al suceso, cada uno de nosotros estuvo envuelto en lo que nosotros conocemos como nuestros episodios. Siempre hemos sido muy vulnerables a las fronteras que rigen el espíritu humano. Las cruzamos con facilidad. Perdemos noción de lo consciente y aparecemos en algún lugar entre este mundo y otro que no sabemos como llamar. A causa de esto, nos manejamos con precaución. Sin embargo, se nos hizo imposible combatir la comunión que surgió entre las condiciones del clima y las que nos regían en ese momento específico. La noche en que el agujero se abrió paso, escuchamos susurros en toda la casa. Eran muy molestos. Sabíamos que se trataban de diferentes voces, lo que no podíamos descifrar era lo que decían. Aparte de sonar en una frecuencia diferente de la regular, se atropellaban unas a otras y aveces sólamente gemían. Decidimos dejarlo pasar. Pero, luego se las comenzaron a ver con algunos de los hábitos que más gusto nos dan. Cambiaban el sabor del té que tomábamos por la tarde, escondían los cigarrillos y le daban otra implicancia al whisky que bebíamos los sábados por las noches. Convenimos en buscarle una solución. Esta mañana colocamos la alfombra sobre el agujero. Queda a la perfección. Sería justo decir que ahora dormiremos tranquilos. Pero, seguimos pensando en lo que dijeron algunos de los vendedores. Esperaban que no fuera muy tarde. Según ellos, cuando esto no se arregla a tiempo el agujero puede mudarse al pecho del hombre. Y como dijo uno de ellos: aún no se ha encontrado alfombra alguna que cubra uno de esos. No supimos qué decir. Por el momento, guardaremos silencio y esperaremos lo mejor.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Corte de cabello

Hoy quería comenzar de nuevo. Por eso, decidí recortarme el cabello. Es mi parecer que todo lo que vivimos, se lleva en diferentes lugares del cuerpo. Como no puedo deshacerme de la boca o de las manos, me las veo con el cabello. La muchacha de turno en el salón sugiere algo no muy drástico. Conjugaría bien con la forma de mi rostro, dice ella. Coincidimos. No me sentará mal verme atractivo para construír nuevos recuerdos que filtrar. Unos se quedarán. Otros se irán. Los que se van siempre se alojan en el cabello. Nunca he estado muy encariñado con este. Digo, crece rápido, muere rápido y, como yo, tiene sus buenos y malos días. Me veo en el espejo. Es muy alto. Me parece que aún enmarca el rostro del que llegó a deshacerse de una vieja versión de sí por desacuerdo. Por inconsecuencia. Esta vez, yo sugiero algo más corto. Ella no se ve muy convencida. Pero, con las cosas del cuerpo de uno, uno siempre tiene el derecho de hacer y deshacer. Esta vez ha quedado muy corto. Concentrado sobre el centro de la cabeza. Así se ve más oscuro. Deja ver las cicatrices que posee mi rostro. Lo envejecido de las comisuras de los ojos. La forma pronunciada de los pómulos. El alcance de la boca. Sonrío. A la muchacha, habrá que darle propina por la paciencia. Esperan que regrese pronto. Según ellos, el corte necesita mantenimiento. Les digo que sí. No muy convencido. Más que un tipo de corte específico, este ejercicio necesita tijeras y cabello. Que caiga de la cabeza a los hombros. Que uno pueda pisar las pilas de cabello muerto. Que sea como dejar en ese extraño lugar los recuerdos que se desvían de lo que uno quiere para sí mismo. A mis conocidos, no les gusta. Maltrata mi rostro, según ellos. Lo inflama. Les digo que no se preocupen. Crecerá. De todas formas, aún estoy joven. Hay cosas que no he vivido. Hay cosas de las que aún no me he arrepentido. Cuando sucedan, confío en mi cabello. Es una relación de amor y odio. Él que me odia por recortarlo sin piedad. Yo que lo amo por ser la bodega que creo y destruyo según mi necesidad.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Esta es la segunda vez que le veo

Esta es la segunda vez que le veo. Está un poco más delgado. Pero, no es eso lo importante. Lo importante es que está aquí. En este lugar. A solo un brazo —quizá también un beso— de mí. Lo noto algo serio. Quizá, cambiado. Me sonríe. Se toma el tiempo de darme algo más que un saludo. Un abrazo, una señal de confidencia. Algo que deje claro que nos acostamos el año pasado. Como siempre, primero circundamos el territorio con una conversación agradable. Preparo mi mirada. Quiero que diga lo que tiene que decir. No sé si lo consigo. Como la última vez que lo vi, aún no consigue detener las implicaciones de mis ojos sobre los de él. Ve hacia otro lado. El cuello me aprieta. Decido apresurar las cosas, me muevo hacia la parte más apartada del jardín. Me sigue. Me besa. Su cuerpo está cerca del mío por la fuerza con la que su brazo empuja mi espalda. Nos acostamos. Para mí es mejor que nunca. No digo mucho. Duermo viéndolo. A él. Que se ponga encima de mí, le pido. Que así voy a dormir mejor. No se queja. Lo hace. Por la mañana amanecemos en camas separadas. Me aflige. Decido pensar que algo le sofocó. Después de todo, había sido una noche muy calurosa en la ciudad. Ahora sé que se trataba de la primera señal. Nos volvemos a citar. Lo mismo de siempre. Ahora detiene los besos para hacer preguntas. No son como antes. Son preguntas muy complejas para decírseles al amante. Respondo que sí o que no. Entristezco. Adelgazo. Me emborracho. Le invito a una cena privada. Tengo la esperanza de encontrar lo que tuvimos. Quizá por la noche. Quizá ahí. No pasa nada. Vuelvo a entristecer. Vuelvo a adelgazar. Me vuelvo a emborrachar. No sé por que lo hice. Desnudarme así frente a él. No lo había hecho antes. Le dí la oportunidad a él. Que viene de muy lejos. Que no tiene más relación conmigo que un verano hace un año. Uno mágico y efervescente. Uno que no volverá a ocurrir. Él no lo sabe. Que lo de hace un año fue único. Él piensa que ahora tenemos algo mejor. Él cree que esto nunca fue algo. Él nunca se enamoró. Se va. Tomará su avión. Dice que nos podemos encontrar en Madrid en Septiembre del próximo año. Sonrío. Suavizo el rostro. Pienso en el próximo año. Pienso si podré volverlo a ver. Pienso en él. Pienso en mí. Pienso en el beso que ahora él le dará a alguien más. Pienso en el beso que no me dio a mí. Apretón de manos. Cierre. La noche cae por las ventanas de mi habitación. El silencio de la ciudad. El callado quejido del corazón que está roto. El suave cascabel que es el miedo creciente de volverse a enamorar.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Leaving Las Vegas

Alguien dijo alguna vez que el punto de quiebre del exceso habita en el lugar exacto en donde este interrumpe la vida del que lo ejecuta. Ahora bien, ¿qué es de esta máxima cuando el exceso no tiene alguna vida que interrumpir? ¿Será que es entonces cuando el exceso es lo más puro que puede ser?

Leaving Las Vegas (1995) lo trata de averiguar. Se arma de un actor con cara de paranoia, de una actriz con una belleza muy sencilla y de una ciudad lo suficientemente brillante para cruzar con facilidad la línea que divide la celebración del hastío. Bajo estas directrices se hace posible desarrollar la historia de cómo un hombre comprometido va cayendo, a velocidad exponencial, en lo que podría clasificarse como territorio prohibido para la mayoría de nosotros.

Como suele suceder con cualquier filme que ilustre el lado oscuro del corazón humano, este también cautivó y aberró al público al momento de su salida. Los cautivó, quizá, por el grandioso trabajo del actor principal —quién, debe reconocerse, supo manejar muy bien la maravilla que es el abismo del espíritu del hombre— si no por ello, quizá por la frágil técnica que ocupó el director para filmar. Aberró por que sigue siéndole difícil al hombre dirigir la mirada hacia los cuerpos de aquellos que fueron más susceptibles a la corriente que mueve el corazón del hombre.

El sexo, la prostitución, el alcoholismo, las drogas, el masoquismo y la depresión en esta película pueden ser vistos de dos maneras. La primera, la más tradicional. Simples fenómenos resultantes de hombres que valen no más que nada. Elementos que se dejan al margen y que, por obra y gracia de la Sociedad, saldrán de nuestras calles y nuestras ciudades por acción de ellos mismos. Pero, también está la segunda. Estos fenómenos son las consecuencias de haber jugado y haber perdido todo el corazón en una sola carta. No es que sean modelos a seguir. Es que hay que reconocerles que los que ahora llevan esos monstruos encima le dieron la cara a la vida de una forma que, quizá, algunos de nosotros no hemos logrado.

El hombre que, como nuestro personaje principal, decide acabar con su vida de la misma manera en que comenzó a olvidarla; lleva dentro de sí un corazón animal, poco domesticado; que, como el niño, salvaje y violento responde a las carencias que no supo llenar nadie ni nada. Es caprichoso. Es estúpido. Es destructivo. Pero, ¿no es así, también, La Naturaleza? ¿No es así nuestro origen?

martes, 8 de septiembre de 2009

Turbio, caótico, caníbal

En este pequeño jardín de juegos jugamos a hacernos daño. No conocemos algo mejor que hacer. O, al menos, no creemos que haya algo mejor que hacer. Hemos sido así desde hace mucho tiempo. Él le hizo daño a ella. Ella a él. No tomamos más nota que del daño propio. Cuando este se manifiesta, lo demás parece ya no importar. Aunque en su inicio sea un juego inocente, nos ensañamos. Nos obsesionamos. Nos retorcemos. Queremos contagiarlo. Nuestro pecado lleva en la raíz lo verde del fruto que aún no ha madurado. En su copa: la corrupción de la carroña. Somos niños y niñas que se lastiman en el corazón. Encerrados en un frágil jardín. Atrapados por cercas que creamos con los cuerpos de los más débiles. ¡Cómo nos duele la herida provocada!Pero, cuanto placer nos brinda provocarla. Así se ve este jardín para los de afuera. Como un pedazo de tierra entre nubes y serpientes. Turbio, caótico, caníbal. No tenemos planes de dejarlo. Aunque el número de pérdidas siga aumentando. No hemos conocido lo que hay allá afuera. Vivimos a la expectativa de la apropiación del yugo. Lo esperamos en nuestras manos. El día que el arma caiga en manos ajenas sufriremos. No reconoceremos que es entonces cuando nos elevamos por encima de los árboles de manzana. No sabremos ver la salida. No por que no queramos. Sino, por que no aún no hemos conocido algo mejor.

domingo, 30 de agosto de 2009

Un pequeño desajuste, nomás

Para comenzar, hay que entender de dónde provenía. Venía del dolor. De esos que son pasillos muy angostos para el cuerpo. En esencia, agotadores. Buena parte de lo que había sido su vida en esos momentos, correspondía a la integración de todo lo que había dejado de fuera. Eso que nos corresponde, pero no nos gusta reconocer. No cabe duda que cuando consiguió hacerlo, su espíritu cayó en regocijo. Su semblante se suavizó. La vida era entonces una celebración. El tiempo que siguió a este fenómeno era muy ligero. Llegaba y se iba con premura. Nada parecía muy estable. Tampoco, definitorio. Su cuerpo parecía haber olvidado el pesado capítulo que acababa de recorrer. Su espíritu no. Nació, ahí, un desfase. Cuando esto sucede y no se toma el tiempo de solucionarlo, el cuerpo y el espíritu avanzan en direcciones disímiles. El desfase se convierte en una brecha. La brecha en un abismo. Como es imposible separar al hombre en partes, se inició una batalla. Diferente de la primera. Quizá, peor. No es lo mismo pedirle retroceso al hombre que ha conquistado algo que hacerlo con el que aún no conoce la apropiación. Nuestro personaje era muy orgulloso para reconocer lo que le debía al dolor. No tenía intención alguna de volver el rostro hacia él. En esto tenía razón. En lo que estaba equivocado era en la manera en que había de regresar a él. No era necesario el sufrimiento. Sino, la apertura. Lo maravilloso del espíritu que se encuentra adoleciente es que es el más sensible de todos. Se nutre más que ninguno. Como él no supo hacerlo, el dolor le reclamó. Esta vez, con más violencia. A nuestro magnífico personaje le tomaría cierto tiempo adicional ajustar sus circunstancias. Una vez lo haga, confiamos en que su espíritu será, de todos, el más hermoso.

martes, 25 de agosto de 2009

Dos días

Carlos era un hombre muy afortunado. Su vida estaba formada por dos tipos de días. Diferentes los primeros de los segundos, pero exactamente iguales cuando se trataba de la misma clase. Al primer tipo de días, él les llamaba los días malos. Se caracterizaban por tener minutos largos y viscosos. Semejantes a la saliva del sediento. Durante estos días, cualquier movimiento era brusco; el sol, siempre incisivo. El ánimo que les rodeaba era necesariamente el mismo. La sensación de bordear un abismo, llenar la garganta de brea, rozar con atrevimiento la locura que viene de la exasperación. La mayor parte de los días eran de este tipo. Se le hizo necesario, para aliviarlos, desarrollar una suerte de rutina. Los días los comenzaba y los terminaba de la misma manera: con una ducha caliente de más de treinta minutos. Se evitaban comidas pesadas y se elegían únicamente bebidas frías. La música: jazz. Pero no del tipo que desborda en frenesí y se caracteriza por muy caótico; sino, del otro: del que envuelve a la tristeza y se escucha como habría de escucharse una música ejecutada por fumadores. Era una rutina totalmente sensorial. Carlos había descubierto que a través del placer que le otorgaban estas actividades, su espíritu conseguía reposo. Si no un sosiego duradero, al menos uno fugaz. Además, no podía emborracharse siempre que le diera la gana. Hacerlo empeoraba con creces los días malos. De cierta forma, Carlos estaba acostumbrado a la compleja sensación en la que se sumergía durante estos episodios. Aunque doloroso, le parecía natural estar envuelto en un vaivén de pena y placer. Después de todo, su existencia era una que se encontraba dolorosamente encajada entre lo que conocemos todos y aquello que sólo conocen algunos. Eso que es algo más. Aunque él desconocía este razonamiento, su espíritu lo intuía y esto último le brindaba un pequeño respiro de resignación. Por otro lado, Carlos tenía otro tipo de días. A estos días les había designado como los días buenos. Para ser justos con él, habría que decir que realmente no eran lo que se conoce como días buenos. Les llamaba así por que simplemente eran distintos de los malos. Estos siempre acaecían poco después de lo que él consideraba los días más duros entre los duros. No es que él estuviera encantado con estos días; pero, al menos, no traían consigo el castigo físico que tanto caracterizaba a los primeros. Aún así, lo que estos días traían era más grave de lo que Carlos sabía. A todas luces, les prefería. Siempre eran días de tormenta. Los elegía concientemente aún a pesar de que eran estos días los que estaban envueltos en un luminoso manto apocalíptico. Anunciaban cosas que él no entendía. Avalaban a las voces que él sólo escuchaba en los sueños. Le daban sentido a todo aquello que Carlos sospechaba y había sospechado, en secreto, en inquebrantable conspiración consigo mismo. A este tipo de días, no les buscaba aliviar; en todo caso: lo contrario. Los vivía en su habitación. Sin más sonido que la lluvia. Sin más sensación que el movimiento de los pulmones en el pecho: llenándose de vida, vaciándose de ella. Carlos sabía perfectamente que en su vida había dos tipos de días. Sabía qué hacer con ellos. Sin reconocerlo en voz alta, Carlos estaba totalmente dispuesto a vivir con fervor como la víctima de su destino. No le importaba que los primeros días le magullaran, siempre y cuando a esto le siguiera la sensación de caída que anunciaba la llegada de los segundos. Era una combinación irrepetible. Gloria y verguenza íntima. Violento secreto. Sueño y realidad. En fín, sus dos días eran todo aquello que es el espíritu cuando se ensancha para casar con lo que no puede y que es eso que, con toda propiedad, debe llamarse Belleza.

domingo, 16 de agosto de 2009

Lo in-habitable

Hasta hace unos días, esta no era vivienda extraña. Al menos, en apariencia. Tres habitaciones, un jardín pequeño, cocina y sala-comedor. Nada del otro mundo. Los inquilinos que viven debajo del suelo y al margen de las esquinas, decidieron que era momento de entregarme un mapa completo de mi hogar. Algo habrá tenido que ver mi constancia en el ciudado de los geranios y, sin ánimos de modestia, mis invitaciones a cenar que siempre fueron bien recibidas. De acuerdo al nuevo mapa, mi vivienda se extiende desde aquí, por debajo del suelo, hasta una profundidad difícil de adivinar. No me mostré muy sorprendido. Algo de eso sospechaba por los sonidos que venían desde ahí en la noche y que, con el tiempo, dejé de confundir con los sueños. Como nunca he sido muy confiado, acepté la invitación a recorrer las nuevas locaciones con algo de descontento. Tampoco me sentía cómodo con la constante presencia de los inquilinos del otro lado. Aunque buenos comensales, me parece que siempre andan de prisa. Sus pequeños pasos pueden llegar a ser irritantes. Cuando finalmente conocí el lugar, quedé encantado. Resulta que acá abajo las paredes están construídas con retazos de lo que llevo y he llevado adentro. Hay paredes enteras que, aunque saben a mi nombre, me son totalmente desconocidas. El inquilino más antiguo me ha explicado que entre más se avanza en el edificio, más se va descubriendo algo de la profundidad de mi pecho. Me ha dicho que, en términos convencionales, esas son las zonas más exclusivas para habitar. También dijo que aún no estoy listo para conocerla: aún si se trata de mi propiedad. Su invitación es que me mude ahí abajo. Junto a ellos. Piensan que es la mejor forma de convertir este lugar en una fortaleza. En algo así como un mundo completo. Les he dicho que no se preocupen. Que mañana mismo estaré ahí. Dejaré la superficie inhabitada. Cuando me preguntaron por los geranios y las cenas, les dije que no había problema. Que aquí abajo crecerían geranios nuevos. Que las cenas serían banquetes.

miércoles, 12 de agosto de 2009

A los ojos

Es posible. Es posible viajar tiempo atrás con tan solo una mueca. Es posible arrasar la paredes de una ciudad sólida, moralista y apropiada, cuando quién mora en esta habitación es el deseo. Es posible guardar en la misma cesta la manzana del odio y las flores del amor. Es posible que en el primer minuto nada tenga sentido. Es posible que en el segundo todo sea armonía. Puede suceder que quién haya defendido a Dios, sea ahora fiel ejecutor del Demonio. Es posible morir en los sueños. Es posible —y es maravilloso— nunca volver a despertar. Es posible que Ud. y yo nos crucemos en la calle del Tiempo. Es posible que nos amemos. También es posible que nos odiemos. Puede suceder que el que haya muerto, regrese. Puede suceder que el que esté vivo, se vaya. Es posible comprometer la salvación a cambio de la carne. Es posible que la carne sea la salvación. Son posibles sus ojos. Sé que son posibles por que bastó mirarle a los ojos para comprender que todo lo que aquí construímos depende directamente de si sus ojos vuelven a mirar a los míos.

lunes, 10 de agosto de 2009

Entre nosotros dos: el mar

Hay un hombre frente al mar. No es la primera vez que se encuentra ahí: los pies en la arena, la mirada fija y, dentro de él, un vacío que sólo se sabe llenar con el vaivén de las olas oscuras. Hace no mucho tiempo estuvo otro hombre frente al mar. Tampoco era la primera vez que se encontraba ahí. También puso los pies en la arena y la mirada fija. También creyó que su oscuro vacío podía ser aplacado con toda el agua del mar. Entre el primero y el segundo apenas hay un año de separación. Entre el segundo y el primero hay una diferencia de profundidad que se sabe reconocer en la mirada. Lo que el primero sabe, aún no lo puede lo saber el segundo. Lo que el segundo no sabe, el primero lo conoce con toda propiedad. Sin embargo, los dos han estado de la misma manera frente al mar. Tanto el primero, como el segundo han sentido desde tiempo atrás una atracción inexplicable hacia lo que ahí reside. Los dos le han soñado. Los dos han guardado su sonido detrás de los ojos. La gran diferencia entre el que ahora se encuentra ahí y el que ahí estuvo radica en que para el segundo la tempestad está sólo en las olas; mientras que para el primero la tempestad está dentro de sí. La maravillosa coincidencia entre los dos es el tiempo. El tiempo que le tomó al segundo convertirse en el primero. El tiempo que le tomó al primero convertirse en el mar.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Sueño

Apareció ahí. Detrás de una puerta blanca. Antes de que pudiera decir algo, desperté. Mis sueños siempre han tenido la hermosa característica de dejarme un ligero dolor de cabeza. Es por su complejidad. Por la grandiosa coincidencia de rozar con tanta violencia el espíritu que le dejan trémulo y, por consiguiente, atormentado. Durante un buen número de días, estuve en presencia de un nuevo invitado. Se trata de una mujer. No muy joven. No muy hermosa. Mirada lastimera, ojos cansados, piel morena. Decidió que la mejor manera de encontrarme era a través del bosque onírico en el que me he movido con tanto temor y asombro. Lo hizo de manera sigilosa, casi humilde. Su tacto era tan delicado que logré recordarla hasta el penúltimo día que decidió visitarme. Apenas y sé de ella. Sé que le gusta ubicarse detrás de puertas que me son muy familiares. La recuerdo detrás de la puerta caoba de la que alguna vez fue casa de mis abuelos y que, en cuestiones del corazón, corresponde a la puerta de mi infancia. Detrás de las puertas del armario de mi antigua casa o, en otras palabras, detrás de la puerta en la que descubrí el sendero en el que ahora me muevo y que, distinguidamente, está teñido de oscuridad. Cuando estuvo detrás de la puerta blanca que me llevó a la más honda de las tristezas fue cuando me dijo sus razones. Para decirlo, colocó sus ojos hacia arriba. Logró concentrar el brillo de los mismos en un sólo punto. Puso su mano sobre las mías. Hace un buen tiempo que ella no está en el mundo de los vivos. La última vez que la ví recorrimos todos los mundos en los que mi espíritu ha sabido viajar. Íbamos de la mano. Junto a ella, los pasillos son más cómodos. Las puertas, menos imponentes. Pienso en ella todos los días. Aún no sé a qué se debe nuestro encuentro. Quizá está encantada con haber encontrado un compañero de viaje para estas tierras en la que confluyen tanto su memoria, como mi vida. He decidido preguntárselo la próxima vez que nos veamos. Antes de hacerlo, quiero mostrarle cómo se ve mi cuerpo cuando ella posa sus dedos fríos sobre mi rostro.

viernes, 24 de julio de 2009

Tanto la víctima como el verdugo

Él sabe. Sabe que detrás de su rostro suave hay una buena cantidad de golpes. Sabe que aún no puede dejar atrás ni el jardín, ni el niño que alguna vez descubrió en este. Sabe que le tomará mucho tiempo besar con los ojos cerrados. También sabe lo que alguna vez vio y ahora no puede ver forma parte de lo que el presente le arroja como su reflejo. Sabe de sus pasiones. Sabe exactamente cuáles de ellas no puede controlar. Sabe moverse con la suficiente delicadeza para no salir herido. Sabe que prefiere platicar con un cigarrillo que hacerlo sin él. Sabe algunas cosas de él. Sabe algunas cosas de los demás.
Él no sabe. No sabe como se siente la entrega absoluta por que apenas y ha rozado el fenómeno. No sabe cocinar si no es con los mismos sabores que siempre ocupa. No sabe que decir sobre algunos temas de política. No ha decidido aún si cree o no cree en Dios. No sabe si estará aquí el día de mañana. No sabe cómo reaccionará la próxima vez que se encuentre frente alguna emoción más grande que él. No sabe como dejar de escuchar boleros. Tampoco sabe lo que esto le hará la próxima vez que suceda.
Lo más importante es que no sabe cómo detenerse. Y esto último él lo sabe perfectamente.

miércoles, 22 de julio de 2009

Bonjour tristesse

De habernos conocido, ella y yo, nos hubiéramos arrastrado con nada más que la mirada a la parte más oscura de un salón. Aunque el tiempo nos haya jugado una mala pasada, Francoise Sagan y yo nos logramos encontrar en su primera novela. Bonjour tristesse (1954) es un relato exquisitamente corto en donde el lector es guíado, a través de las circunstancias, por la voz de su protagonista.

Como ya ha pasado antes, la voz de este personaje es la voz de una mujer joven. Una que se atropella con sus mismas palabras, se nutre de sus misma oscuridad. Se mueve únicamente bajo sus propias reglas y sus propias reglas se rompen bajo el espíritu salvaje que sólo sabe dar la juventud.

Para dejar de lado mi natural atracción hacia el caos y el exceso, debo señalar que el retrato que muestra un espíritu como este es uno que funciona para recordarnos la violencia que puede llegar a habitar dentro de nuestros corazones y lo exquisito que puede llegr a ser dejar de lado los convencionalismos y entregarse al placer más abrasador. Después de disfrutar de las palabras de Sagan, lo importante es reconocer que dentro de nosotros también reside una muchacha de dieciesiete años; capaz de mantener un estilo de vida poco noble y de rechazar la oportunidad de modificarlo aún a pesar de que aparezca con el rostro más sobrio y elegante que pudiésemos buscar. Aún a pesar de que ese rostro se parezca a la felicidad.

Francoise y yo lo reconocimos. Lo sabemos por que, cada quién durante su momento, insistió en mantenerse al lado del voraz espiritu de la juventud. Los dos confirmamos que la razón estaba de nuestro lado cuando nuestras miradas sedujeron a los hombres y a las mujeres de la manera más encantadora posible. Los dos entendimos adónde nos llevaba esto cuando despertamos una que otra mañana con la boca seca, las manos tristes y con un montón de recuerdos construídos con bebidas volátiles y besos efimeros. Los dos dejamos de luchar contra ello cuando nos dimos cuenta que tarde o temprano terminaríamos haciendo lo mismo.




miércoles, 15 de julio de 2009

IV Al viajero lo hace el viaje

Entre otras cosas, decidí que lo mejor para sosegar mi violentado espíritu era armarme de una pequeña maleta, despedirme cuando todos dormían, tomar una ración de dinero que, sabía, no sería suficiente y emprender un viaje: un viaje junto con la soledad. Así es como visité dos ciudades totalmente distintas pero que, dentro de mí, hacían florecer los mismos ojos serenos y una sola boca calma que apenas se movía para dejar escapar pequeñas raciones de aire que funcionaban de la misma manera que lo hacen los cigarrillos en el corazón del hombre que fuma para abrasar toda la tristeza que le invade. El hombre poco sabe de sí y mucho tarda en entender que dentro de él mora el ánimo que desprenden, con sus luces, las ciudades enteras que, tiempo atrás, se construyeron con unas manos que no son muy distintas a las de él. Al viajero lo hace el viaje y el hombre mismo es los dos: tanto un viajero, como un solo viaje que está compuesto de infinidad de distintos rostros.

De la primera ciudad recuerdo con exactitud sus calles empedradas y la peculiar forma que tenía de recordarme por las tardes, cuando una vasta sábana de colores naranja se acurrucaba desde el cielo y se entreponía entre mis ojos y las casas, una misma canción que habla de una ciudad en Francia y lo hace con acordeones y una voz que baila, de arriba a abajo, en el espacio que el tiempo le ha permitido. En ella, tomaba café con familias de extranjeros y bebía cerveza amarga en un bar que era administrado de hermosa manera por inquietos jóvenes que tenían ya mucho tiempo de haber partido de sus países de origen. Por las noches, adormecido por el cansancio y el licor, tarareaba la misma canción que ocupaba mi cabeza durante el día hasta quedarme dormido. Dormía, todo yo, en una celeste quietud.

Para llegar a la segunda de las ciudades que visité, tuve el suficiente tiempo de viaje como para pensar en todo lo que hasta ese día había acontecido. Sin embargo, no fue así: una especie de desmesurado sosiego me invadió y permanecí inmóvil, callado. Recuerdo haber despertado cuando en algún momento el bus en el que viajaba cortaba el denso aire que se mueve alrededor del lago más grande de la región: sus grises colores inundaban el panorama, Tuve unas repentinas ganas de gritar, pero me contuve y la desesperación desapareció con el trago de saliva que dí antes de volver a dormir. A la ciudad, llegué por la noche sólo para encontrarme infinitamente agradecido por tener la oportunidad de ver, desde un balcón, como todo un valle de luces se mueve en el vaivén de una hamaca invisible que parece alentar a los hombres a que sueñen para rápidamente envolverlos, presas oníricas, en un sueño colectivo que tranquiliza hasta el más insomne de ellos.

A diferencia de lo que yo creía, mi espíritu no encontró sosiego. Se me vió regresar con una oscura mirada que revelaba el haber sido partícipe de una verdad magnífica. El desplazamiento físico del que fui sujeto fue sólo un instrumento que reveló, con hermosas ciudades y con un espíritu rejuvenecido, que el viaje que realmente necesitaba era uno para el que no se necesitan maletas y que toma lugar dentro de uno mismo. Para este viaje necesitaría todo el tiempo del día y toda la fuerza de mi corazón. Para este sólo viaje tendría que estar dispuesto a dejar todo lo que tenía. Pero, más grave aún: para este viaje tendría que ser como aquellas flores que ceden la belleza de su vida ante el magno brazo del antigüo Invierno. Naturalmente, lo último que esto traía consigo era sosiego.

martes, 14 de julio de 2009

Un beso, una puerta

Debo confesar que se me hace irresitible hacerlo. De manera inmediata cierro los ojos. Al desconocido, lo atrapo con el antebrazo. Lo empujo hacia mí de tal forma que el temblor que recorre mi torso sea, por los minutos que dure el fenómeno, un asunto de mutuo sufrimiento. La parte baja de la palma de la mano, sobre la parte trasera del cuello, se mueve de forma vertical. En ambas direcciones. He aprendido que este movimiento intensifica la sensación. Envía una corrriente metálica que, si bien ejecutado, sube y baja por la columna vertebral. Cuando exitoso, esto hará que el sujeto se vea obligado a pararse sobre las puntas. Este último acercamiento crea una especie de burbuja. La tensión se hará presente. Los involucrados pueden llegar hasta gestar emociones en sus interiores. De realizarse de manera adecuada, este procedimiento aligera la cabeza. Afloja los brazos. Hace que florezcan pensamientos. Disimula los sonidos que ocurren alrededor y, finalmente, consigue una que otra mordida en los labios. Hay algunos, como yo, que creemos que es posible conocer el mundo a través de la piel. Claro, hacerlo de esta forma es más peligroso que hacerlo a través de la cabeza. Aún así, es definitivamente más estimulante. Los que seguimos esta rutina lo hacemos así con la esperanza de que un buen día, al abrir los ojos, las luces continúen a medias. En el mejor de los casos: apagadas. Si no es el caso, se ordena otra copa en el bar. Se dice adiós de manera educada. Se regresa a casa. Se elabora un nuevo plan. Se confía en que la próxima vez la comunión de la carne traiga consigo al mundo entero. Si no, al menos la cáscara.

viernes, 10 de julio de 2009

Corte, pausa, acción

En algún lugar, durante mis veintidós años, mi vida y yo nos separamos. Para hacer de nuestra escisión algo definitivo, decidí mudarme lejos de ella. La última vez que nos vimos fue el bar más cercano de casa. Concertamos este sitio por cuestión de gusto mutuo. Los dos sabíamos que nuestra relación había comenzado en un bar: nada mejor que un par de copas para terminarla. No platicamos demasiado. El hastío era fácil de percibir. Nos despedimos con beso en la mejilla antes de la medianoche. En el sitio en donde me encuentro ahora he hecho todo lo posible por sustituírla. Para hacerlo de la mejor manera, uno debe hacerse de sitios favoritos, de relaciones breves e intesas; de largas y sostenibles. Se trata de conseguir asociar la efervescencia de los momentos con la tierra que uno pisa mientras los gesta. Lamentablemente, no he conseguido hacerlo. De alguna forma, el tiempo es pálido. La incesante presencia de la lluvia logra lavar los trazos burdos que dibujé sobre los rostros, las paredes, los árboles y cualquier otra cosa que tuve a mi alcance. Ayer por la tarde telefoneé a mi vida. Le dije que la llamada era para consultar sobre unos papeles que necesitaba tener en orden. Después del protocolo, entramos en calor. Sonreímos recordando buenos momentos. Hubo un silencio incómodo que corté fingiendo una visita. Le dije que me llamara cuando quisiera. Que estaba a la orden para cualquier consulta. La oí triste. Muy llana. Como ahora ya son más de las tres de la tarde y aún no he recibido llamada, he decidido llamarle de nuevo. Después de una pila de palabras atropelladas, dejé las excusas. Le dije que la extrañaba. Que no había podido construír otra vida. Que la mía era ella. Según lo que me comentó, no me costará reconocerla. Aún es flaca y fuma. Me dijo que me esperaría en el centro de la ciudad. Será mañana por la tarde. Que no me preocupara. Que no hay resentimientos de por medio. Que podemos retomar lo nuestro como si nunca hubiera existido pausa alguna. Que a ella si le gusta viajar. Que la próxima vez que parta podré llevarla conmigo. Que, si me animo, podemos construír una vida nueva los dos. Que a ella no le importaría engordar si es bajo la intención de inyectarle más vida a lo nuestro.

lunes, 6 de julio de 2009

Breve nota del escritor

Por lo menos en mi caso, este negocio trata de saber cómo encerrar, en una jaula, un fenómeno que por su misma definición ni nos pertenece, ni tampoco es posible de encerrar. Uno se dedica a esta actividad por que así se lo exige el corazón: aún los intentos más torpes de capturar lo inefable producen una especie de elevación que no es posible de duplicar con instrumentos materiales. Claro, puede ser irritante. Uno sabe que ni las palabras que ocupa para construír la prisión, ni las formas que tiene para llegar a encerrarlo son suficientes. Pasará mucho tiempo antes de que se sienta la satisfacción de haber plasmado, en una dimensión de este mundo, algo de lo que construye —o, en todo caso, destruye— al espíritu. Si a esto, además, sumamos el hecho de que los fenómenos que se buscan no están al alcance de las manos, entendemos que se está frente a un movimiento desgastador. Por eso no es tan difícil entender a aquellos que dedican su vida entera a esta actividad. Después de todo, su misma naturaleza exige la totalidad del espíritu. Comprometer la salvación. Como yo, habrán existido algunos a los que las más extrañas de las construcciones de palabras han de haber perseguido por la noche; inundando la cabeza de pulsos muy pesados para saberlos llevar con naturalidad. Como yo, habrán existido muchos que pensaron que este negocio no era para ellos. También, como yo, habrán algunos otros que se convencieron que por más razones que se busquen uno está hecho para esta autoflagelación. De cualquier manera —y al menos en mi caso— este negocio enseña a tener paciencia. Hay que esperar que la cabeza se alinee con el espíritu. Hay que esperar, además, que las palabras broten de los dedos, como flores, como viento, como lluvia, como monstruos, como lo que sea; revistiendo al fenómeno de todos los atributos que su condición exija. Lo que quiero decir es que hay que esperar el momento indicado para que la pasión abrase al sujeto: haga de este un mero trapo y construya, de la mano del anterior, una jaula digna para lo que podría ser, aunque sea, si Dios lo permite: la cola, la pestaña, la ceja, la voz, la sombra, lo que sea, del fenómeno mismo al que uno se refiere y que está escrito para ser devorado por toda la humanidad.

lunes, 29 de junio de 2009

Por el momento, no hay hora exacta

Nunca he tenido costumbre de usar reloj. Aún así, presto atención a las muñecas de los transeúntes para tener el conocimiento de la hora exacta. En esta ciudad se me hace necesario. Aquí la hora nunca coincide con la intuición que uno tiene de la misma. Siempre es o muy tarde o muy temprano para lo que uno cree que debería ser. He aprendido a capturar la hora con una rápida mirada a las portadas de los relojes de aguja. Con los digitales se me hace más difícil. Este sistema lo perfeccioné a consecuencia de un experimento de prueba y error. Probé fiarme del clima: del sol para ser más específico. No resultó. El sol se escondía muy temprano en la mañana y, cuando finalmente se vislumbraba, era ya un par de horas después del mediodía. Lo mismo por la tarde. Las tardes se revisten de gris más temprano de lo que usualmente lo harían y siempre se acompañan de una lluvia que es muy melancólica para bañar la ciudad antes de la seis de la tarde. Probé fiarme de los rostros de los hombres. Bien sabido es que el rostro matutino está más inflamado que el del mediodía que es más colorido; o que el de la tarde, que está más sucio. Tampoco funcionó. Los rostros permanecían inflamados de persistente manera durante todo el día. Sino, eran muy tristes para poder concluír la hora a partir de ellos. Al menos así pasaba en la ruta en la que yo me movía. Por eso no me quedó otra opción que fiarme de los aparatos mecánicos. Su precisión no era relativa, de ninguna manera, al ánimo del que los cargaba. Según lo veo yo, todo esto me deja un camino que sólo tiene dos alternativas. Comprarme un aparato y tener la insufrible presión de cargar todo el tiempo en la parte más angosta del brazo ó, quizá, aprender a disfrutar el encanto o desencanto que es vivir en una ciudad que, como el corazón de estos hombres, parece estar en un eterno desajuste. Aunque mañana por la mañana tengo cita con el relojero, sé que este asunto no es tan sencillo como armarse de agujas y de precisión. La precisión que yo ando buscando es una que da la alineación del sol, el ánimo propio y el de toda la ciudad.

jueves, 18 de junio de 2009

Dese el crédito de estar vivo

Pasa que a menudo uno no se da la cantidad de crédito que debería. ¿Ud. creía que era el único? Pues, no. Incluso esos payasos que Ud. tendrá la mala suerte de conocer y que pareciera que tienen la bestia domada por los cuernos, incluso ellos sufren como Ud. y como yo: seguramente se cuestionan sobre conceptos tan complejos como el tiempo cuando bañan sus cabezas por las mañanas o cuando atan los cordones de sus zapatos antes de salir. Tengo por cierto que el presente es efervescente. Se esfuma en menos de lo que uno quisiera y, con frecuencia, no deja el gusto en el paladar que persistió mientras Ud. esperaba que llegara. Sé que por ahí dicen que uno no debe vivir en el pasado y tienen su cuota de razón: después de todo, ¿de qué le sirve a Ud. tratar de reunir a las personas, los momentos y los lugares que construyeron lo que Ud. tiene calificado bajo buenos momentos? De nada. Esos tiempos ya se fueron. Aún así, es bueno guardar alguna señal del rastro que ellos dejaron sobre Ud. Guárdese un beso, por ejemplo. Una canción, una fotografía, una frase. Lo que sea. Guárdeselo. Es para Ud. Regrese a ella cuando el presente no sea efervescente. No me diga que su presente siempre es burbujeante. Yo sé que no. Según como yo lo veo, estamos envueltos en una gran caricatura: de ahí, que Ud. tenga buenos, mediocres y malos episodios. No busque quedarse con uno sólo de ellos. Sería ingenuo de su parte. Más ingenuo que pensar que la vida es una caricatura. Lo que le quiero decir, es que episodios los hay de toda clase. Si Ud., como yo, ha sobrevivido a los malos, a los buenos (que también hay que sobrevivirles, ¿eh?) y a los mediocres: dese crédito. Una palmadita en la espalda. Que alguien más se la dé. Estamos vivos. Las huellas en el cuerpo nos recuerdan que estamos vivos. Nos recuerdan por que somos maravillosos. Nos recuerdan que somos capaces de bajar a la sima, de estar en ella, de haberla escalado o de estar a medio camino. Nos recuerdan que estamos vivos.

lunes, 15 de junio de 2009

Ruta paralela

En la cabina del autobús, siempre soy el último en conseguir compañero de viaje. Aún cuando llueva con crueldad en las calles, los viajeros prefieren esperar la llegada del otro autobús antes de sentarse junto a mí. Los muchachos que se acercan a mi edad pasan de largo y, casi siempre, llevan en sus rostros una mirada recelosa. Las muchachas, más gentiles, sonríen con vaguedad y prefieren acercarse a algún otro que, seguramente, les cederá el asiento. El conductor, consciente del fenómeno, ha decidido reservarme el par de asientos que se encuentra detrás del suyo. Nomás me ve subir las escaleras, baja la mirada y extiende la mano. Algunas veces, ni siquiera revisa si la cantidad de monedas que le doy es la adecuada. He llegado a considerarme afortunado: después de todo, puedo poner más volumen al aparato de música sin que nadie se moleste e, incluso, tengo la dicha de no lidiar con las manchas de saliva del que, como cualquiera, se adormece con el ronquido del motor y deja caer su cabeza aplomada sobre el hombro del acompañante. La ruta que tomo es una que cruza la ciudad en dos horarios distintos cuando la tarde se encuentra en todo su esplendor. Aunque me haya armado de nuevos hábitos para pasar el tiempo (canciones suaves, libros de aventura, libretas de pasta dura, plumas y lápices) no he logrado dejar de sentir pena cada vez que me entero de alguna historia maravillosa que tomó lugar en la ruta y en el autobús en el que yo me muevo: las hay de amor, de venganza, de asesinatos, de conseguir ideales, de Dios y del Diablo. Es por ello que he decidido recortarme el cabello, cambiar algunas de mis chaquetas y usar un perfume menos agresivó. Tal es mi propósito que estoy dispuesto a dejar las canciones y las camisas limpias de lado, con tal de conseguir salir de la trayectoria de autobús paralela en que me he movido hasta ahora y que, además, es una que no se empapa de los muchos espíritus que componen a este vehículo, a este camino y a esta ciudad.

martes, 9 de junio de 2009

De cómo mantenerse a salvo en la ciudad


Si su caso es el del hombre que se encuentra en la incómoda situación de vivir en una ciudad extranjera cuyas calles están vivas; ayúdese de la propuesta que humildemente presento para caminar por dónde se le hace necesario sin comprometer el espíritu.
En primer lugar, diríjase únicamente sobre las calles y avenidas principales. Sucede que es en las calles y avenidas alternas en donde se cultivan las excentricidades de las ciudades: así, he sido testigo de sitios de brujería, hostales de mal haber, bares y bazares independientes que emergen a los márgenes de las cruces que hieren las plazas céntricas alrededor de las cuales se construyen las ciudades. Como es de esperar, es también en estos lugares en donde los hombres viven no sólo olvidando los valores que las autoridades quieren instituír; sino, además, platicando una lengua confusa y derivada del idioma oficial.
En segunda, cuidadosamente vigile su paso de tal manera que logre andar por su ruta sin tener que alzar la mirada a la altura del horizonte. Encontrará este consejo muy útil una vez compruebe que hay miradas extrañas que buscan insistentemente calar con la suya. Las hay tan intensas que logran acompañarlo a casa y aparecer en su pensamiento cada cierto número de segundos. Las hay tan seductoras que le pueden hechar a perder el resto de la semana por hacer que Ud. se entregue a su incensante búsqueda. Las hay tan tristes que consiguen transformarlo en un fumador cuyos sentimientos sólo pueden ser aplacados con el vaivén del humo que se escapa por la boca.
En tercer lugar, por sobre todas las cosas evite salir con el corazón a la calle. Verá que fácilmente el corazón se lastima al confirmar que aún existen hombres cuyas piernas están entretejidas con el frío concreto que compone las aceras. El dolor atravesará cualquiera de sus dos ventrículos al escuchar los gritos de los profetas urbanos a los que nadie parece prestar atención. En el peor de los casos, el corazón se magullará con los ojos puros de los que todavía son niños y que tienen la capacidad de extender la mano y provocar que en el tórax resuene con violencia su nombre propio.
Dicho esto, no me queda más que desearle una felíz suerte y, además, observar que el ejercicio que he descrito anteriormente es doblemente eficaz: lo salva de la vorágine cotidiana y, en adición, consigue endurecer su pecho para mantenerle tranquilo bajo una misma línea que es certera y, sobre todo, inhumana.
*Fotografía del edificio de correos en el centro de San José.

Himno de la luz

Si el corazón del hombre cabe en un cofre, al mío lo encerraron en uno y lo olvidaron en alta mar. Mi historia va desde el momento en que los años, como golondrinas con perdigones, fueron cayendo uno a otro y el busto que alguna vez había erigido en el centro de mi país fue quedando atrás: presa de tierra extranjera, propiedad de hombres extraños. Residí en la profundidad. Mi jardín fue la noche y un cofre hermético, mi hogar. Se sabe que los espíritus del cielo, concientes de nuestra condición, han tejido dentro de nuestro ventrículo izquierdo un fino oído capaz de percibir el más sutil de los himnos. Por tal razón, abren el cielo dos veces al año y dejan sonar el tañido de las campanas de sus templos. Todo esto apareció en mi mente cuando en el tiempo de Pascua percibí las lejanas notas del canto del naúfrago que ha llegado a la orilla. Aliviado de mi condena, agradecí a ellos que hubiesen instuído en el corazón del hombre dichos principios que salvan. Ahora que me elevo a la superficie, el himno que cantan las voces y las campanas me parece uno que no es dulce ni liviano. Mientras más bebo de la luz del cielo, más se aflige mi corazón. El himno que despierta al corazón del hombre es tan poderoso que corrompe cualquier cerrojo, atraviesa cualquier océano y deshace cualquier corazón.

martes, 2 de junio de 2009

Tan sencillo como cruzar la calle

Conozco a un hombre al que se le acusa de locura por que se le pasan los días cruzando la calle J de un lado a otro. Cuando pregunté a los viejos de la cuadra por que se le había sentenciado así, me respondieron que una de las definiciones más usadas para categorizar la demencia era la que calificaba bajo esta naturaleza al hombre que realiza el mismo movimiento varias veces esperando un resultado diferente. Cuando le pregunté al acusado el por que de sus acciones, señaló que él no era un hombre que casaba con dicha definición. De acuerdo a su punto de vista, el hombre que cruzó la calle J de un lado a otro, por vez primera, no era el mismo que lo hizo más tarde en sentido opuesto. Observó, además, que a la luz de su descubrimiento se debería denominar como enajenado al hombre que no reconoce que lo que reside dentro de nosotros requiere de movimientos físicos tan sencillos como cruzar la calle J para transformarse en algo nuevo. Aclarado esto, resulta abrumadoramente obvio que este hombre se haya entregado con fervor a este movimiento bidireccional: no hay hombre que estando en sus cinco sentidos renuncie voluntariamente a todos los hombres que puede ser en una sola vida.

Bajo estos nuevos principios, concluí que en la cuadra que atraviesa la calle J hay más locos de los que creía y menos hombres de los que deberían.


viernes, 29 de mayo de 2009

El Recuerdo

No logro terminar de comprender qué hace tu recuerdo en este lugar. Sobre todo, cuando los dos sabemos que esto de recordarnos acabó hace un par de años. De cualquier manera, alguien rompió el contrato: tu recuerdo me asaltó ayer por la tarde, antes de que se acabara el día y de tal manera ha insistido ahora, que se las armó para ser una sola cosa con mi ansiedad por nicotina. Supongo que te podrías sentir orgullosa de que aún en este lugar estés presente. No deberías. De todos los posibles, el recuerdo que me persigue es el que decidimos olvidar aún estando juntos. Como cuando lo creamos, tiene la curiosa habilidad de convencerme de actuar de cierta manera aún sabiendo que la acción seguramente causará un dominó de dolor. Como a este lugar no podés llegar y como yo sigo siendo un hombre de pasiones, he decidido invitar al recuerdo esta noche a una cena de dos. Usaremos velas, cocinaremos salmón y, sin duda alguna, tomaremos vino. Cuando entremos en calor, le mencionaré tu nombre y le daré tus saludos. Luego, le convenceré de que la mejor manera de cohabitar es olvidarnos de vos y re-crearlo a él un puñado de veces. Le sugeriré que lo hagamos hasta que él satisfaga la necesidad de buscarme o, mejor aún, hasta que él pierda su cateogría pretérita y se vuelva una necesidad del día a día.

martes, 26 de mayo de 2009

Emancipación de los habitantes

Los dolores de cabeza de Anastasio se han convertido en algo insostenible. Por meses, los trató con una dosis de acetaminofén y dos tazas de café seguidas. Pero, fue a partir de este mes que la dosis automedicada perdió el encanto de su efecto y la crisis se convirtió en algo inmanejable. Algunos conocidos le recomendaron técnicas de relajación; pero, cualquier espacio que encontraba dentro de su cabeza se encontraba invadido por el dolor. Resulta comprensible que todas sus actividades cotidianas se vieran abruptamente atropelladas, dado que cualquier minuto del día era ocupado para pensar en como aliviar el dolor y en todas aquellas cosas que él podría hacer una vez librado de este. Entre movimientos torpes y procesos de pensamiento precoces, lograba vislumbrar una larga visita al caribe o a cualquier ciudad en donde no lloviera tres cuartas partes del año y en donde, obviamente, su cabeza estaría ocupada con crucigramas, música y escritura; en lugar de estarlo con un incesante latido de dolor. De cualquier modo, nada de esto sería posible: el encefalograma que tomó el lunes por la mañana mostraría que dentro de la cabeza de Anastasio viven un número de habitantes tan grandes como para componer una ciudad y tan apasionados como para emanciparse con fusiles y granadas con tal de reclamar todo lo que les ha sido negado por tanto tiempo. Ahora, miércoles por la tarde, el neurólogo está buscando una forma amable de comunicarle a Anastasio que su situación es una que no tiene arreglo.

jueves, 21 de mayo de 2009

Reunión de detectives

Señores, atención:
Tenemos claro que los elige de todo tipo físico; sin embargo, siempre los elige tristes. Además, sabemos que los encuentra en toda suerte de lugares; pero, sobre todo, en los bares. Para realizar su cometido, hemos determinado que posee una técnica exacta. Identifica, se acerca, seduce e invita. Para detener su ejecución, habríamos de interrumpirle antes del penúltimo movimiento. Nos han informado que una significativa mayoría de los testigos oculares señalan que después de dicha acción las víctimas pierden toda habilidad de presentar voluntad favorable. Sobre la operación que él lleva a cabo en sus aposentos, aún no sabemos algo cierto. Lo que sí sabemos es que las víctimas son devueltas a la ciudad con amnesia absoluta y sed desmesurada.
Señores, atención, guardemos silencio.
Para identificarlo, recurrimos inútilmente a nuestros dibujantes. Tenemos en nuestra posesión un fajo de bosquejos del posible criminal. Ninguno de ellos presenta coincidencia alguna. De acuerdo a nuestros detectives, una significativa mayoría de los testigos oculares señalaron características físicas disímiles para la misma persona. Aún así, tenemos por cierto que su actividad se está haciendo más invasiva con el paso del tiempo. Más y más personas de la ciudad han hecho de su vida una trayectoria plana, sin irregularidad alguna. De no detenerle, nuestra ciudad serán madres permisivas, jóvenes cansados, hombres castos, perros vegetarianos.
Señores, el que roba la tristeza es un hombre que ambiciona toda la belleza para sí mismo.
Señores: hay que detenerlo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

La certeza de ser hombre

De los hombres lo que más envidio es el espíritu de certeza. Como con cualquier otro atributo importante, este no reside de forma abundante en los corazones de la humanidad; sino, al contrario, apenas florece en algunos de ellos. Para dejar esto más claro, debo especificar que no me refiero a la certeza que brinda una actividad cotidiana y sin trascendencia; sino, a la certeza que viene de un movimiento que, aunque puede ser tan sencillo como cruzar la calle, tiene las implicaciones que tiene la herencia de un millón de alternativas. El problema con la naturaleza de la certeza de la que estoy hablando radica en lo que esta exige del hombre que la hace suya. Desde donde yo estoy parado, la decisión inmutable de realizar el movimiento necesario es difícil por que requiere una sacudida de lo que forma el híbrido de carne y espíritu que el hombre guarda dentro de sí. Esta sacudida requiere la misma valentía que requeriría sobrevivir al ataque de la punta del dedo de dios. Se entiende que esta condición no se puede exigir a cualquier hombre. Cualquiera de nosotros, humanos, estaría en el derecho de negarse a vivir encaminado en la certeza de poseer el mapa adecuado ya que esto garantizaría un desenvolvimiento regular de los eventos. Aún así, es mi parecer que incluso para los que somos regulares existe la oportunidad de acercarnos a la seguridad de haber escuchado el llamado del espíritu. Para que Ud. sepa, dicho llamado de atención se presentará como un eco lejano dentro de su cabeza: se presentará en sus sueños, en el lapso solitario en el que Ud. observa las tardes lluviosas, escuchando alguna composición músical e, incluso, tiene la gracia de levantarse mientras Ud. cocina algún vegetal al vapor. Como no somos extraordinarios, nos parecerá que lo que la voz sugiere es una locura. Sin embargo, le invito a que tome nota y se someta a su dictado. Con seguridad, los primeros movimientos le parecerán torpes y apresurados; pero, tenga la certeza que, de escucharla, Ud. se encontrará más del lado de la certeza que del bando de la incertidumbre.

martes, 12 de mayo de 2009

Toma de posesión

Si no lo tiene, arrebátelo.
C. 2009
Por las maneras de su mirada supe de inmediato que el nuevo inquilino del edificio del que estoy a cargo no provenía de estas regiones. Como los demás habitantes del complejo, realizaba las actividades cotidianas sin ninguna eventualidad y aún así había algo de misterio en la ejecución de estas tareas que pertenecen necesariamente al orden de lo cotidiano. Aunque logré quebrantar su cerradura, no conseguí que el espejo en el que peinaba sus cabellos oscuros me respondiera de la forma respetuosa que lo hace con él por las mañanas y las noches; que es cuando este objeto le desea los buenos días y las buenas noches, según él se lo exija. Después de copiar todos los versículos de su escritura y no obtener un cambio de sintonía en el aire que me envuelve; supuse que tendría que acostarme con él y dejarle saber acerca de mi inconquistable apropiación de sus atributos con el afán de que el camino se me hiciera más fácil. Para su desgracia, esto tampoco dio resultado. La última vez que platicamos, confesó que el modo de sus ojos y el dominio tanto de sus hábitos como de sus posesiones se debe al alimento que comió su corazón años atrás en una región que exije de los hombres ciertas condiciones que yo no cumplo y nunca cumpliré. Recuerdo con exactitud su observación porque fue ese el momento en el que me pareció que su misterio no debía ser revelado con tanta facilidad por que en este edificio existen hombres como yo que estamos dispuestos a extraer las vísceras de esos que son mayores que nosotros con tal de salvarnos de las aplastadoras fauces de lo ordinario.

lunes, 11 de mayo de 2009

Aquí entre nos

La diferencia entre un hombre magnífico y otro que es sólo promedio radica en que el primero acata la orden que viene directamente de su pecho mientras el otro la ignora. La diferencia entre una mirada seductora y otra que no muestra más que el reflejo de la cotidianidad no tiene nada que ver con la postura del que la realiza; sino, al contrario, con la cantidad de veces que la primera se ha dejado seducir por lo que es más grande que ella. La más importante de las diferencias entre los hombres se encuentra en sus corazones. Bajo esta línea se pueden categorizar a los corazones en dos grandes tipos: los hay henchidos y los hay llanos. La diferencia entre la densidad de sus masas, la espesura de sus tejidos y el alcance de sus latidos está en la apropiación del órgano por parte del poseedor: el que lleva un corazón más vivo es el que un buen día escuchó las voces de este através de una red de incertidumbre y oscuridad; el que lleva un corazón más estéril es el que tomó por inquebrantable la certeza e hizo de esta un seguro de vida confortable.
En fin, en materia de diferencias entre los hombres me quedo con una sola: hay hombres completos y los hay incompletos.

viernes, 8 de mayo de 2009

Hombres más ligeros en The Darjeeling Limited

Probablemente, sea una de las personas menos confiables al momento de hablar objetivamente de Wes Anderson. Esto debido al inevitable sesgo favorable que presento respecto a sus películas; pero, aquel hombre que nunca ha sucumbido ante sus tentaciones: no tiene derecho a llamarse hombre. Así, llegó el momento indicado para platicar sobre The Darjeeling Limited, último largometraje del director antes mencionado.
Para los que no es primera vez que nos involucramos con el director, nos encontramos con más de los atributos únicos —y naturalmente encantadores— en los que nos ha venido envolviendo el director. Sobre todas las cosas, en primer lugar, se conserva la relación armoniosa entre la música y las escenas. Este fenómeno, debo decir, fue la carnada que me arrastró junto al director hasta el día de ahora. De alguna manera, el director y el colaborador musical se las arreglan para ensamblar escenas que no pueden ser escuchadas si no es con la música que ha sido designada para ella. Breve recuento: Needle in the Hay de Elliot Smith en The Royal Tenenbaums; Seu Jorge y cualquier escena de The Life Aquatic; y, por último, This time tomorrow de The Kinks en el filme del que ahora les platico.
En segundo lugar, se conserva el gusto por las tomas tajantes y descaradas que muy bien van de la mano con el tercer elemento: una cuota de humor ensombrecido que consecuentemente nos recuerda a la treta aparentemente insípida que puede ser la cotidianidad. Me atrevería a decir que es en esta conjunción de atributos en donde radica el disgusto de algunos espectadores por los filmes del director. Si así fuera, me parece muy razonable el sentimiento: estamos acostumbrados (bueno, algunos: estábamos) a que se nos presente, como espectadores, filmes que tienen un discurso muy bien definido: comenzar con un inicio llano, pero que se acerca a una pendiente positiva; continuar con un nudo irregular y terminar con un desenlace aliviador. Nada de malo hay en deleitarse en lo anterior; pero, tampoco existiría culpa en encontrar sensacional una trayectoria que se asemeja más al lento desenvolvimiento de lo ordinario y menos a una distribución normal de los eventos.
Todos estos elementos no serían nada sin la historia que el director y sus colaboradores quieren contar. Ahí es donde confluyen todos los atributos y presentan algo de valor al público. Con The Darjeeling Limited, se nos presenta la oportunidad de formar parte de la historia de tres particulares hermanos que se encuentran, quizá por falta de otras opciones, en un mismo viaje: uno que va liderado por un tren en el desierto de la India. No hace falta mucha perspicacia para tomar por símbolo la figura del viaje. El hecho es que durante esta travesía, ninguna religión o templo espiritual resulta tan efectiva en la obtención del resultado como lo es el hecho de hacer parte de uno mismo la historia propia y común de cada uno de los personajes. A diferencia de una producción taquillera, la cinta nos deja claro que ninguno de los tres personajes regresa absolutamente resuelto de la experiencia en la que se vieron envueltos; pero, mientras dejan caer el equipaje, nos sugiere que aunque no resueltos, los personajes se han transformado en hombres con más ligereza.
Talvez parezca que tardé mucho en escribir mi referencia sobre este filme en particular. Pero, no me resultó obvio sino hasta la quinta vez que lo observé que, en realidad, no hay nada más importante en él que la sugestión directa con la que este se refiere a la vida. Lo que quiero decir es que no hay que complicarse tanto: habría que ser como un filme de Anderson. Sencillo, tajante, cómico y, si se puede, acompañado de la música indicada.