martes, 24 de febrero de 2009

La ciudad habla

A las seis de la mañana los ojos de una mujer se abren. De manera inmediata, aún pesados, desearán con desesperación regresar al insípido, pero pacífico, estado de somnolencia del que apenas se libran. Recordará que ha sido esposa por más de un cuarto de siglo, bajará a preparar los alimentos de la mañana, peinará los cabellos castaños de sus hijos, besará al marido en la boca. Vagará su imaginación construyendo otro rostro, otra casa, otra ciudad, otro marido y otra vida. Una que se aleje vehemente de la que ahora es, sobre todo, estéril. A continuación, tomará el teléfono.

A las nueve de la mañana una muchacha deseará haber nacido muchacho. Ingerirá un sorbo de café que le sentará pesado en el estómago vacío, igual que lo hace el brote de su oscuro deseo que se niega a desaparecer aún a tempranas horas. El molesto repique del teléfono le hará sacudir su cabeza y se librará, no por más de unos escasos minutos, de su ansiedad. La dulce voz del auricular sólo le provocará un malestar que es necesaria consecuencia de la constancia con la que le invade su padecimiento. Se levantará al baño y ahí, por un momento, quedarán sus manos blancas encarceladas entre sus jóvenes muslos. Volverá a sacudir su cabeza violentamente y repugnará la mancha roja de labial que se refleja en el espejo.

A las dos de la tarde un hombre, que se acerca vertiginosamente a la adultez, se sentirá vulnerable ante la honda impresión que le ocasionan los diversos ruidos de la ciudad. Repudiará este día en el que, una vez más, no encontró sino un hombre extraño a él en el espejo al que acude por las mañanas. Tomará el bus, abrirá la puerta de su casa y se sentará sobre sus dos piernas cruzadas. No se levantará sino hasta sentirse aliviado. Luego encenderá la luz del lugar y se convencerá de que un buen día llenarán su cabeza, de sublime manera, los deseos, ideales, palabras y recuerdos de los que él aún no tiene consciencia.

A las siete de la noche el corazón de un muchacho agonizará por tener total conocimiento de todo lo que quiere y nunca podrá obtener. Lavará su rostro, cenará con inercia y se perderá, como las polillas, en el resplandor del bombillo que ilumina su habitación. Oprimirá el puño derecho contra su pecho, buscando el corazón, suspirará con toda su alma y cerrará los ojos para entregarse a la desilusión con que lo reconforta la oscuridad que ahí reside. Pasará el tiempo y se dejará llevar por el rumbo onírico que se ha comenzado a dibujar desde que ocultó la luz con sus párpados.


En la noche los ángeles de yeso y mármol lloran. Sus ojos inanimados, residentes del sur de la ciudad, parecen no tener más alternativa que entregarse al vaivén de emociones que, mareador, llega desde todos los rincones de su rededor. Sus figuras están circunscritas al dolor del hombre que llega como gritos, lamentos, suspiros, gemidos y deseos irrealizables. Antes de que se termine la noche el hombre regresará a su lecho herido. Sufrirá en silencio. Guardará su dolor en la intimidad y hará de este un sello indeleble. Con el final de la noche, el frío beso de la madrugada secará las lágrimas de las figuras del cementerio.
Y será como que todo vuelve a comenzar.

domingo, 22 de febrero de 2009

La vorágine

"Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna,
jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia."
La vorágine, Primera Parte.

Sucede, con la vida de los hombres, que esta se encuentra circunscrita en las magníficas baldosas en donde convive la trivialidad de los hábitos y la violencia de lo inefable. Quizá no sea así con la vida de todos los hombres; pero, al menos, así lo confirman la vida de los hombres extraordinarios. Y sin lugar a dudas, son estos los hombres que han sido los más humanos de todos nosotros.

La vorágine, de J.E. Rivera, lleva al lector a través de la espesura de la selva suraméricana y lo hace, de encantandora manera, guíado de la mano de un hombre que despierta -con todo el sentido de la palabra- cuánto más su corazón se llena de oscuro arrebato. Se desarrolla en tres partes, diferentes todas ellas en densidad y en rostros del mismo hombre.

Arturo Cova - poeta, hombre insensible, arrebatado de razón, salvaje, verdugo de su pasión, muerto, cobarde- logra asaltar la indiferencia que ha ocasionado en sí la ciudad en la que habita su espíritu. Toma acción, creyendo inocentemente conquistar su destino y se lanza a la densidad de una tierra en donde el hombre convive con la fría sombra que regalan los árboles desde la antiguedad y con el terrible sonido de su propia voz que rebota, aún más fuerte que sus gritos de desesperación, en la obligada soledad a la que se ata a medida avanza más en su viaje. Su conquista no dura más de un reducido número de páginas: su destino es el de despertar la selva que habita en el espíritu del hombre: y es esta a la que se debería guardar absoluto respeto.

La novela, fiel testigo de su narrador, respira a través de los exhaustivos suspiros del protagonista. Aún hombre racional, el viajero logra llenar su cabeza de intensos pensamientos que provienen indudablemente del descubrimiento de su nuevo estado. Como todo hombre, ante el advenimiento de la adversidad logra desengranar las estructuras de la cabeza: fortalecido por la soledad, reconoce la belleza de las cosas y empieza a desnudar a la eternidad en donde callada habita sin serle reconocida su merecida gloria. Sin embargo, sacudido el hombre por la adversidad, el autor decide mostrarnos cuan lejos puede llegar un hombre que ha sido sumergido totalmente en la amarga sangre de sus pasiones. Es ahí donde el delirio de Cova roza lo lírico que hay dentro de la desgracia. Es también ahí donde abre su discurso con una invocación a la Selva.

"¡Oh, Selva, esposa del silencio
madre de la soledad y la neblina!
¿Qué hado maligno me dejó prisionero
en tu cárcel verde?"

Con el final de la vorágine, viene el desahogo de la intensa confusión del hombre. Se agradece el autor que haya prestado, al menos una sola página, a la disipación de la desgracia. El epílogo, inevitable consecuencia de su procedencia, sugiere que no queda más futuro que la desmesura para el hombre que ha sido arrebatado por la Violencia. Con el cierre del libro, lo que más se agradece al autor es que haya sido tan sabio y tan cruel como para lanzar a un triste poeta a una travesía, que desde sus inicios, se vestía de mortaja.



martes, 17 de febrero de 2009

Sin habitación para las dudas

Es mentira que haya un gran océano de separación entre el hombre que todo lo sabe y no hace algo más que planear su trayectoria; y, el otro, el que no tiene más intención que la de quedarse toda su vida sumergido en pústulas llagas de inmovilidad.

Es que a los dos les atraviesa el mismo miedo que congela las narices y hace a la cabeza pesar inconquistables kilos.

Es también mentira que exista terrible diferencia entre el hombre que rodea con lujurioso brazo la cintura de una muchacha vulgar que ha comprado en los bares o las oficinas; y, el otro, el que rodea con similar brazo el frágil torso de un muchacho con el que se pavonea en lugares más oscuros que los bares y las oficinas, pero con idéntica espesura en el aire.

Es que a los dos les ha dado por llenar el mismo vacío con las viscosos abrazos que sabe otorgar, a quién le busca, la trémula lujuria.

Sin lugar a dudas, es una magnífica mentira que haya más diferencia que el nombre entre el hombre que escribe estas palabras y, el otro, el que es inminentemente su enemigo. Su aversión.

Y es que a los dos les ha tocado ser hombres.

domingo, 15 de febrero de 2009

Le désenchantement

Está ahí. En el espacio de aire entre las dos manos que con gestos menguados cortan el vacío para alcanzar el tenedor y alimentar al hombre que se rindió ante la inconquistable faena de encontrar la felicidad que él nunca tuvo en los rostros, en los abrazos ó en las palabras de cualquiera de sus tres hijos varones; quienes, con dispersos espíritus, parecen no tener ni el más remoto parecido al ánimo del hombre que, tiempo atrás, los concibió con añoranza. Ahora él parece ser una silueta acortonada que en tardes como esta bulle por los poros una película celeste que se derrama por la mesa y entristece a los invitados.

Protagoniza, sin lugar a dudas, la pena y el dolor del que es aún muy joven para comprender que la naturaleza del hombre es sobre todo egoísta. Galante acompaña las lágrimas de él que ha entendido que ha puesto Amor en un muchacho que no es siquiera merecedor de un educado buenos días. Ha logrado cuajar en su ánimo, haciendo de él un trapo lastimero: uno que, especialmente, parece no tener intención de creer algún otro día en la bondad del tiempo. Ahora, es imposible concebirle como el chispeante muchacho que, con ingenio y agudeza, domó las irregularidades de sus días y se atavió de bailes y valentía.

En el paladar de él, sabe al amargo trago de vino que atraviesa su ánimo y le deja extinguido. Sabe él que nunca su espíritu se había encontrado tan lejos de ser todo lo que debía ser como en el tiempo que ahora se escurre entre sus persianas y que no hace más que recordarle lo escaso de su fuerza, lo opaco de sus ojos y lo grave de su situación. Claro está que sus anhelos se fatigaron, que su espíritu nunca se movió como él esperó y que su cuerpo es ahora muy viejo para morir por la propia voluntad y convertirse, así, en un jóven y glorioso mártir de la humanidad.

Al contrario de lo que se pensaría, nada de esto impide que con vigorosa oposición su antagonista, la dorada ilusión, se geste en estos mismos momentos dentro de los espíritus de niños, jóvenes y hombres que han encontrado el umbral que, tras de él, propaga con entusiasmo la onírica ciudad de la infinitud. El hombre seguirá bebiendo de esta hasta que su espíritu se sacie o hasta que que se dé por vencido: y en este contexto eso es inevitablemente idéntico a estar muerto.

lunes, 9 de febrero de 2009

La Maruca

A María Eugenia se le conocía universalmente como Maruca. Muy a pesar del profundo disgusto que le causaba, los que se movían alrededor de ella decidieron estropear el bonito sonido de su nombre y hasta el día de su muerte guardó, con trémulo fastidio, el secreto de su dezasón. Se enamoró, a los tempranos diecisiete, de un oficial del Ejército que se destacaba por lo alargado de su figura y por lo nítido de su caligrafía. Él se llamaba Guillermo y la gente respetaba, con solemne admiración, hasta la sombra que, fatídica, se desvanecía detrás de sus talones que recorrían por las tardes todo el Campo de Marte.

Naturalmente, Guillermo jamás posaría sus dos ojos grises sobre el frágil seno de Maruca por su propio interés; sino, lo haría hasta que Olga, cercana vecina de Maruca, se lo presentase en la hermosa boda que ella tuvo en Octubre de de los cincuentas en la imponente Basílica de Guadalupe. Desde no muy lejos, Maruca fue testigo del abotonado vestido blanco de Olga y del reluciente cabello negro de Guillermo. A pesar del tangible malestar físico que le abordaba, se mantuvo callada y con suave abanico consiguió estar serena durante toda la ceremonia. La reciente pareja se mudó a las afueras del Centro de la ciudad: lugar que, en aquel entonces, se encontraba valorizado por el mismo ánimo de modernización al que toda la ciudad se rendía.

A pesar de esto, Olga mantuvo la rigurosa tradición de no comentar sino los éxitos de su fresca unión conyugal. Fue por ello que sólo Maruca supo que el matrimonio de su amiga no era muy distinto de la sonrisa obligada que había sido acostumbrada a dibujar en su rostro: Olga no podía concebir ni el amor por su oficial, ni el hijo que añoraba. Con extraña mezcla de compasión y lujuria, Maruca repasaba, con sus delgados dedos, el escote, la cintura y el ruedo de su vestido celeste añorando besar en la boca al oficial y entregarle, de su vientre, un hijo que en la frente llevaría el sello del amor incondicional.

A diferencia de la inflamación dentro del corazón de Maruca, el matrimonio de Olga y el oficial sudó, por las ventanas y las puertas, la tragedia que lo marcaba. Rápidamente se desplomó y le robó, de los ojos grises, la solemnidad al oficial. La infelíz esposa se mantuvo débil por la enfermiza frustración de no tener dentro de sí la dulce matríz que, milagrosa, logra mecer la vida de un niño. No le quedo más camino que morir joven de un cáncer de hígado que estalló, para maravilla de los doctores, con ardorosa velocidad.

Pasados el sepelio, los nueve días de misa obligada y quince días más de pura prudencia, María Eugenia se dirigió a la casa de Olga armada de un vestido hasta las rodillas que con acentuación marcaba lo incorrupto de su figura. De inútil forma, trató de sacar palabras de la boca de Guillermo, él permaneció inmutable y sólo se movería hasta el siguiente día, un par de horas más tarde, decidido a mudarse a la capital de Suramérica. Allá, pensó, lograría fascinar a sus paisanos con la publicación de la novela corta que dedicaría, sin duda alguna, a su joven y difunta esposa. Tuvo éxito en violentar con fascinación los corazones de sus amigos y conocidos cuando, poco tiempo después de haberse acomodado, de un tiro en la sien se limpió de dudas y agonías.

Todo recordaba, Maruca, con particular angustia. Yacía triste en la cama que era la misma en la que había dormido por suficientes años, como para odiar el mismo piso barnizado de tablones de madera, el lento y pesado aleteo del mismo ventilador de techo que, con doradas aplicaciones, parecía recordarle que ella no conocería hombre alguno que la lograra sacar, aún siquiera a golpes, de la misma maldita casa de Santa Tecla que, con el paso del tiempo, sólo se afeo y achicó pareciendo así una burla indiscreta a su avejentada figura. Entonces, la pesadez del aire cedió ante las horribles risas de los crueles niños, hijos de la hija de la menor de sus hermanas, quienes entraron con imprudente taconeo y se refirieron a ella como Abue Maruca. Ella dio un largo trago de saliva que se encajonó en el deteriorado diafragma de su estómago -enfermo, agonizante, carcomido- y dibujó la más triste de las sonrisas sobre su rostro: la misma sonrisa dañada que aprendió, un tanto obligada, cuando alguién le reprendió por reaccionar con natural disgusto ante la degradación de su nombre.

viernes, 6 de febrero de 2009

Las veraneras


Al despertar, los ojos se iluminan como dos discos de luz frente a la entrada del cálido brazo del mediodía que trae consigo un puñado de flores encendidas. Funciona de la misma manera que lo hace un beso de frescor en los labios o, quizá, un golpe hermoso y cerrado directo al corazón. Entonces, parece ser que en lo que resta del día uno se tiene que armar de entusiasmo y valentía para dirigirse al filo del abismo más cercano: solamente una acción de magníficas consecuencias podría contrarrestrar el dolor y el placer que retuerce al espíritu de la manera que lo hace la cima del día adornada con peligrosa belleza.

Sin embargo, no sucede así. Los ojos inundados de deslumbradora ceguera se extienden hasta sus comisuras para alcanzar a asir un poco de todo aquello. Cuando el dueño de la mirada resiente la incapacidad, su misma condición, presa inevitable de la desilusión devuelve a sus ojos el ópaco color de la mañana de la que alguna vez fue testigo y que insiste en permanecer morando en sus órbitas.

Pero el más primitivo de los hombres conoce todo esto y sabe que, dentro de sí, reside la grandiosa coincidencia de lo trivial y lo extraordinario. Sabe que sus ojos no serán la indumentaria de conquista, ni su boca el beso de la divinidad. Entonces, cierra sus ojos y seca la ansiedad de su boca: yace donde comenzó todo. Se prepara a dormir para que, presa onírica, sea partícipe de un corazón tan ajeno al hombre que rebota con violencia entre las flores encendidas, el cielo y el infierno.