jueves, 26 de noviembre de 2009

De como reclamar el nombre propio

Desde el inicio de los tiempos, la decisión del nombre ha sido cosa ajena a la voluntad de los mortales. En el tiempo antiguo, fue cuando los hombres estuvieron más cerca de ejercer alguna injerencia sobre el asunto. Fueron los días de los dioses y el Destino. En nuestro tiempo, estamos tan alejados de nuestro verdadero nombre que, a algunos de nosotros, nos ha tocado vivir con uno que no es el que estremece a nuestro espíritu cuando mencionado. Prueba de ello resulta la observación de nombres tan vulgares que ocasionan risa o vergüenza al pronunciarse. Sino, la asignación de un conjunto de palabras distintas de un nombre de parte del amante para referirse al amado. La distancia en letras, palabras y significados que existe entre el nombre verdadero de una persona y su nombre de mundo; es directamente proporcional a las letras, palabras y significados que se usan para definirle. No tendría que ser así. El nombre, si verdadero, sólo basta de una boca que se atreva a pronunciarlo para implantar —apoyándose de los sentidos— una serie de reacciones en el espíritu de quién lo ejecuta. Resulta lógico señalar que la única posibilidad de conocer nuestro verdadero nombre en este mundo, se encuentra en lo que se podría definir como un espacio paralelo al mundo que conocemos. Un lugar que también tiene su propio nombre; pero que, por conocerlo a oscuras y no totalmente, no puedo llamar adecuadamente. Para dirigirse a este sitio, se debe tener la voluntad necesaria para hacerlo. Paradójicamente, la mayoría de nosotros no podría gestar las condiciones necesarias para generar esa voluntad si no fuera por una suerte de eventualidades que están fuera del alcance de nuestras manos. Dicho de otra manera: para dirigirse de manera voluntaria al lugar donde finalmente nos llamarán por nuestro verdadero nombre; en primer lugar, hay que dejarse arrastrar por aquellos fenómenos que parecen ir en contra de nuestra sanidad. De cualquier manera, no basta únicamente visitar este sitio. Las poquísimas veces que he conseguido dar con el lugar, me encuentro con susurros muy bajos, distintos idiomas, agudos muy altos: una mezcla incomprensible de voces que se encuentra en una frecuencia diferente a la que estamos acostumbrados a escuchar. De esto, no puedo sino concluir que seremos merecedores de nuestro verdadero nombre hasta que hayamos forjado el molde que lo reclama para que implique las mismas cosas que el mismo sugiere. Al momento de escuchar por vez primera nuestro único nombre, no debe existir distancia entre lo que él significa y lo que nosotros somos. Sino, sucederá como aquellos que, de alguna u otra manera, llegaron a escucharle y al no poder cumplir las implicancias, no vieron otra salida más que el deceso por vergüenza. Probablemente, todo esto suene fatal e inalcanzable. Pero, en busca de mantener los ánimos elevados, habría que agregar un último detalle en relación al tema. El ser humano es el único animal capaz de conocer su verdadero nombre. Es fácil comprobarlo. El nombre que nuestros padres nos atribuyeron, nuestro nombre de mundo, posee —aún con sus innumerables fallas— la habilidad de recrear, dentro de los parámetros de este mundo, una réplica minúscula del efecto que tendría nuestro verdadero nombre sobre nuestro espíritu. Si ha Ud. le ha sucedido que su corazón se ha hinchado o encogido a causa de la forma en la que han o no han pronunciado su nombre de este mundo; imagine el placer o la tristeza que le arrastrará cuando finalmente algo mucho más magnífico o terrible que Ud. lo gesticule con unos labios y una voz que nunca Ud. concibió antes.

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