miércoles, 6 de enero de 2010

Lucas, sin cabeza

Risible o no, la mayor traición que vivió Lucas la vivió bajo la sombra de sus propias manos. Un buen día, sin importar todas las señales de alerta que había recibido, despertó sin cabeza. Su cuerpo, que es lo suficientemente maravilloso como para comunicar los mensajes del alma, fue la primera víctima de los síntomas. Dolor de cabeza crónico, incapacidad de ver la luz del sol con los ojos, significativa pérdida de sensibilidad, pesadez en las extremidades. En fin, una suerte de hechos que anunciaban la llegada de algo terrible. Lucas, que en ese momento era menos hombre que antes, obvió estos hechos. Los disfrazó de otra cosa. Quizá la edad, pensó. Quizá el clima, sino. De cualquier manera, Lucas tenía algo de razón en su evasión: justo se cumplía un año del día en que él, finalmente, logró salir de la húmeda esquina del Dolor en el que él había habitado un buen número de años. Así sucedió que despertó en su habitación, aún sin abrir los ojos, con la impresión de que algo había sucedido. La luz de las ventanas no lo sofocaba. El aire ligero de la mañana ya no le parecía un invasor. Sus piernas, como ausentes. A las personas que pierden la cabeza, se les reconoce muy fácil. En vez de la estrúctura de huesos y piel, poseen un contorno oscuro que delimita un vacío. Según se dice, todas las funciones naturales de la cabeza se pierden; y, en su lugar, se instauran los recuerdos de las mismas que ellos han guardado en su alma. Por eso es que a Lucas le tocó lidiar con un sentido de la vista que oscilaba, violentamente, entre su infancia y los inicios de su juventud. Su boca sólo sabía reconocer un reducido número de sabores: todos ellos relacionados con aquellos días. Lo mismo con su olfato. Y, lo peor de todo, sus pensamientos: Lucas vivía atormentado con un selecto grupo de recuerdos de su corta —no así, menos dolorosos— vida. Se sintió morir. No veía esperanzas. Todo está en envuelto en una inmensa oscuridad. Así me lo dijo cuando concertamos un café en mi bar favorito. Le dije que no tuviera verguenza conmigo. Se podía quitar las gafas y la bufanda. Yo sabía de esto. Sabía lo difícil que era. Dice él que el recuerdo de una efímera sonrisa apareció en sus no-ojos, su no-boca y sus no-pensamientos, cuando le dije que, el suyo, era un caso maravilloso. No es siempre que el hombre tiene la maravillosa oportunidad de crecer una nueva cabeza.

1 comentario:

Gerardo dijo...

cuando perdiste la tuya?