miércoles, 15 de septiembre de 2010

Un gin en las rocas, por favor


De no ser por la luz que nos baña, este momento jamás hubiese sido posible. Salvador, un hombre seco y honesto, con los pies bien puestos en sus zapatos y los zapatos determinadamente sobre el suelo, su cabeza bajo el sombrero y las manos estables, sin rastro alguno de duda; reconoce, dentro de sí, algo ajeno, un suave movimiento de su espíritu hacia la locura, el frío (pero refrescante) beso de la innovación: todo ello gracias a la presencia de un hombre desconocido, uno que reviste el bar, ese al que tantas veces ha ido, de un nuevo misterio, del amargo sabor que sólo proviene del encuentro con la pasión, con lo que arrastra. El hombre, desconocido para todos menos para Salvador, se sabe sigiloso, su voz recuerda a las ramas de los árboles que en el mismo inicio de la primavera comulgan con la promesa que hace el Cielo cuando anuncia la tormenta. Sus movimientos son fríos, calculados: recorre el lugar con perfecto desafío, cruza el bar en intachable movimiento diagonal, se sienta sobre las sillas de la barra del lugar, retratadas con cierta cursilería en el espejo que cuelga frente a ellas. En la cabeza de Salvador sólo existe una Voz, la Voz del Deseo, grita, susurra, alterna entre altos y bajos una sólo rezo: Debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo...y concluye que sí aquella voz fuera la voz de todos sus días, él seguramente estaría en un reclusorio para enfermos mentales o en una tumba, en todo caso. El desconocido bebe su gin con propiedad y en ese baile de miradas a Salvador se le ocurre que aquel no puede ser un hombre: un suspiro, el espacio de aire eléctrico entre la punta de los dedos y la piel, que está a punto de recibir una caricia estremecedora. Salvador corta tajante sus pensamientos, con una voz que no es de él, molesta, chillona, ordena lo mismo. Los une, en ese único momento, la casualidad del encuentro, sus labios en los cristales, el gin que baja por la garganta y un lazo oscuro de deseo, de palabras sin decir. ¡Composición, hombre! Salvador, Salvador, Salvador, no parecieras ser el hombre que creía que eras, ¡ánimo! De nada le vale a Salvador pensar todo ello si su cabeza no está en donde debe, aparta el gin hacia la izquierda y antes de que el desconocido ordene algo más (o antes de que a él le estalle el corazón, quizás) le mira fijamente y sin voz, pero con sus ojos negros le logra decir: Hombre, cuénteme lo que me tenga que contar. Dígame lo que me tenga que decir. Hable que quiero escuchar. El hombre sonríe por que al fin y al cabo él ha sido creado para llegar a ese bar en esa precisa noche en la cual, el gran Salvador, caerá inminentemente de un pedestal al Infierno, o en sus propias palabras: de la ordinariedad al Deseo.

No hay comentarios: