domingo, 16 de enero de 2011

Vespertino

Esa tarde decidió salir a tomar cerveza al bar más cercano de la zona en donde vivía. Decidió hacerlo solo porque tenía un buen rato de no dedicarse tiempo a sí mismo. Esto último, él, que siempre ha sentido una natural inclinación hacia el drama, lo disfrazó de una tragedia cotidiana derivada de su recién adquirida soltería. En realidad, extrañaba su encantadora disponibilidad a la soledad y a la independencia (que en tardes como esta era cuando se revestían de la gloria de la intimidad: secreto propio y suculento). Se instaló rápidamente. Desensambló su computadora personal, la puso sobre la mesa, hizo una rápida revisión de sus últimos textos, ordenó una cerveza, leyó y trajo a su memoria (y a la memoria de su piel)  la última vez que estuvo así, en este bar, en ese tipo de tarde; desplegó la lista de  sus contactos y vio, con incredulidad, el botón que avisaba que ese contacto, el que había sido hace muy poco tiempo su contacto, estaba disponible: a la expectativa de una señal; la que fuera. Bebió su cerveza con una falsa tranquilidad (de hecho, bajó sus brazos en dirección hacia el suelo como quién empuja toda la emoción del cuerpo hacia el olvido o hacia algún lugar en dónde esta no pueda afectar) y se arriesgó a saludar. 

Le dijo que la noche anterior había sido una noche de fiesta, que si no miraba el rastro de la madrugada sobre sus ojos. Le dijo que no. No le dijo que sus ojos se veían maravillosos en comparación con el último día que los vio. Para la tercera cerveza del otro, se animó a ordenar una para sí mismo. Después de todo, siempre le había inspirado algo de confianza tomar así: en su compañía, en compañía de las tardes, en compañía de ese viejo sentimiento de comodidad que deja el recuerdo de una relación humana. También extrañaba esto: pero, lo extrañaba de una manera distinta. No le parecía que la ventaja fuera la soledad y la independencia, le parecía que esas dos cosas nunca habían sido realmente suyas. De esto, le gustaba la libertad.

La luz de la tarde invadió el lugar. Se mantuvo suspendida a nivel de los tobillos. Bañó la madera de las mesas, las manos del mesero que servía las bebidas, la vieja caja registradora de la esquina, los rostros de los amantes. Se miraron a los ojos. Sintieron sobre ellos el peso que es característico del tiempo pasado acomplejado por las manos del hombre: retorcido, hecho menos esencial y más tormentoso. Sus cuerpos se estremecieron ante la invasión de aquella emoción: lloraron por ser lo que eran ahora a partir de una mala interpretación del ayer. Lloraban, en realidad, por la revelación que era poder tener todo esto (su libertad, su independencia, su autonomía) sin necesidad de destruir el puente que les unía. Se limpiaron los ojos y ordenaron algo más. Esta vez, lo hicieron juntos: jactándose, frente a los espectadores del bar, de ese nexo indescifrable que en esta tarde se apreciaba como una flor blanca sobre un estanque de agua anaranjada.

1 comentario:

Proiectus dijo...

Me ha fascinado el final de esta entrada.

A ver si el Pajarito Rojo escribe algo nuevo pronto.