sábado, 11 de junio de 2011

Sonreímos y nos sumergimos en el mar

El parabrisas era el marco en dónde se dibujaba un cielo celeste encogido por una masa robusta de nubes blancas. La luz de las once de la mañana iluminaba la carretera que debíamos seguir para llegar a nuestro destino. De ambos lados del automóvil, la vegetación, caracteristica de la zona, se volvía una pared verde y amorfa que parecía empujarnos hacia adelante, hacia adónde apuntaba el cielo. Tanto el conductor como yo nos sentimos reducidos, presionados en el tórax (una sensación muy parecida a la congoja: al filo de las lágrimas). Era tierra que desconocíamos. Éramos otros: éramos desconocidos. De vez en cuando, si uno tiene cierta disposición, descubre la vida que hay dentro de uno mismo y esa vida, ese regalo, es lo que alimenta de belleza al mundo (al mundo tal cual es: crudo, hermoso, iluminado). Guardamos silencio por el resto del camino. No sé cuánto tiempo habremos tardado en deslizarnos sobre ese sendero. Si sé, en cambio, que al bajar del automóvil nos miramos a los ojos y en nuestras miradas descubrimos que nosotros también, como lo han hecho hombres en todo el tiempo de la humanidad, habíamos descubierto que la eternidad es un instante y que ese instante es de lo que estamos compuestos. Sonreímos y nos sumergimos en el mar.

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