jueves, 30 de junio de 2011

Su mirada, la mía

El miedo que sentía hacia usted se fundaba en su mirada. Un par de ojos bien armados, claros como el agua y lo suficientemente transparentes como para ver la imagen propia viviendo detrás de ellos. Su voz y la piel que se extendía sobre sus brazos eran el tiro de gracia: adornos que intensificaban lo que usted acentúaba cuando arqueaba los ojos y miraba hacia mi rostro, con toda la intención del mundo. Ahora he aprendido que el miedo que usted me provocaba no era otra cosa más que el miedo que yo dirigía hacía mi persona cuando dedicaba una tan sóla noche a explorar lo que reside adentro de mi tórax y que es lo  mismo que hacía oscilar mi voz entre frecuencias que, en aquellos momentos, desconocía. No eran sus ojos los que estaban dotados de un terror característico, eran los míos que se aterraban de descubrir en los suyos que lo que usted había visto (aquello que le había dado ese matíz a su mirada) podía ser también mío, si tenía el suficiente valor para reclamarlo. Después de hacer mío este conocimiento, comprendí que era una misma Noche la que nos atravesaba (a usted y a mí, a su cuerpo y al mío, a su voz y a la mía). Que la luz de la mañana nos bañaba y nos poseía de igual manera, que entre usted y yo existe la maravilla de un Universo en común y que es tan alcanzable como lo es cualquier copa a la altura de las manos. El miedo se hizo complicidad y la complicidad se volvió gloria cuando nos volvimos a ver a plena luz de la mañana y supimos que el uno era el otro y que juntos residíamos bajo un mundo que es más pequeño de lo que parece y que, sin embargo, se sabe y se siente como lo más grande que jamás hayamos podido contener dentro del pecho.

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