domingo, 22 de marzo de 2009

Confesiones del somnífero

Tendimos nuestras camas desde el mismo momento en que nuestros ojos se inundaron con la luz del nuevo día. A pesar de nuestro estado, hemos conseguido maquillarnos las mejillas y almorzarnos los platillos sin dificultad alguna. Construímos imponentes edificios y críamos hermosos niños. Aplacamos a la bestia, combatimos el llamado. A lo inefable, le vencimos. Somos lo que somos y pagaremos, cualquier suma, para que otros, iguales a nosotros, aplaudan nuestra victoria. Que quede registrado, en el gran libro de la historia, que no fue tarea fácil: nos costó aprender a desviar las miradas de los ojos tristes que algunos todavía llevamos y que reconocemos en las calles, en los trenes, en toda la ciudad. Es difícil de imaginar, para aquellos diferentes a nosotros, cuan incómodo resulta que algunos de los nuestros se dirijan a las zonas que tanto trabajo nos costó sepultar. Nos recuerda a la estupidez de la infancia. A la atrocidad de la juventud. Algunos de nuestros muchachos se están matando con sus propias manos. ¡Qué honda es su desesperación! Sus muertes nos confirman la urgencia de reforzar nuestro hermetismo. No, no dejaremos respirar al demonio. Qué dulce es la vida del que, como nosotros, se mueve en la ilesa ruta del sueño. ¡Qué dulzura! ¡Cuánta paz! Dormimos con los ojos abiertos. Soñamos despiertos. Nuestros corazones envasados se hinchen hasta donde pueden cuando celebramos la conquista del animal.

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