domingo, 1 de marzo de 2009

Leonid

Leonid es un hombre extraordinario.

No lo es por su magnífica inteligencia, ni tampoco por alguna destreza que maneje con plena propiedad.

A Leonid, las uñas del pie, le crecen tan rápido como lo hacen el deseo y la locura en las mujeres que Almodóvar ocupa para contar historias.

Por otro lado, a Leonid, la voz le sale tan intensa como el momento en que la canción cantada por Chavela Vargas se resquebraja y se hace un himno devoto al dolor.

Sus brazos parecen tan curiosos y tan hondos como lo es el ánimo del hombre que Göethe decidió era el hombre perfecto para ser presa del Diablo.

Todo él, figura aletargada, parece ser el anuncio de una tragedia que es tan irresistible como lo fue el curso de acción al que sucumbieron tanto el príncipe del Diwän, como el autor del mismo.

Aún así, cuando lo muestran las cámaras, se las arregla para sonreír con exhaustiva sonrisa que envuelve al espectador de la misma manera que aún lo hacen las composiciones de Schubert que cantan incesantes canciones de alegría.

Como decía al principio: Leonid es un hombre extraordinario. La mayoría de doctores y entendidos del tema, insisten en ubicar la grandeza de este hombre en su inusual estatura. Sin embargo, algunos de nosotros hemos comenzado a identificar que la grandeza de este hombre reside en haber encontrando, en las praderas de Ucrania, la rudimentaria felicidad.
Comprendido esto, sabemos que el gigantismo es sólo la forma en la que la Naturaleza ha hecho de este hombre un signo de admiración.

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