miércoles, 15 de julio de 2009

IV Al viajero lo hace el viaje

Entre otras cosas, decidí que lo mejor para sosegar mi violentado espíritu era armarme de una pequeña maleta, despedirme cuando todos dormían, tomar una ración de dinero que, sabía, no sería suficiente y emprender un viaje: un viaje junto con la soledad. Así es como visité dos ciudades totalmente distintas pero que, dentro de mí, hacían florecer los mismos ojos serenos y una sola boca calma que apenas se movía para dejar escapar pequeñas raciones de aire que funcionaban de la misma manera que lo hacen los cigarrillos en el corazón del hombre que fuma para abrasar toda la tristeza que le invade. El hombre poco sabe de sí y mucho tarda en entender que dentro de él mora el ánimo que desprenden, con sus luces, las ciudades enteras que, tiempo atrás, se construyeron con unas manos que no son muy distintas a las de él. Al viajero lo hace el viaje y el hombre mismo es los dos: tanto un viajero, como un solo viaje que está compuesto de infinidad de distintos rostros.

De la primera ciudad recuerdo con exactitud sus calles empedradas y la peculiar forma que tenía de recordarme por las tardes, cuando una vasta sábana de colores naranja se acurrucaba desde el cielo y se entreponía entre mis ojos y las casas, una misma canción que habla de una ciudad en Francia y lo hace con acordeones y una voz que baila, de arriba a abajo, en el espacio que el tiempo le ha permitido. En ella, tomaba café con familias de extranjeros y bebía cerveza amarga en un bar que era administrado de hermosa manera por inquietos jóvenes que tenían ya mucho tiempo de haber partido de sus países de origen. Por las noches, adormecido por el cansancio y el licor, tarareaba la misma canción que ocupaba mi cabeza durante el día hasta quedarme dormido. Dormía, todo yo, en una celeste quietud.

Para llegar a la segunda de las ciudades que visité, tuve el suficiente tiempo de viaje como para pensar en todo lo que hasta ese día había acontecido. Sin embargo, no fue así: una especie de desmesurado sosiego me invadió y permanecí inmóvil, callado. Recuerdo haber despertado cuando en algún momento el bus en el que viajaba cortaba el denso aire que se mueve alrededor del lago más grande de la región: sus grises colores inundaban el panorama, Tuve unas repentinas ganas de gritar, pero me contuve y la desesperación desapareció con el trago de saliva que dí antes de volver a dormir. A la ciudad, llegué por la noche sólo para encontrarme infinitamente agradecido por tener la oportunidad de ver, desde un balcón, como todo un valle de luces se mueve en el vaivén de una hamaca invisible que parece alentar a los hombres a que sueñen para rápidamente envolverlos, presas oníricas, en un sueño colectivo que tranquiliza hasta el más insomne de ellos.

A diferencia de lo que yo creía, mi espíritu no encontró sosiego. Se me vió regresar con una oscura mirada que revelaba el haber sido partícipe de una verdad magnífica. El desplazamiento físico del que fui sujeto fue sólo un instrumento que reveló, con hermosas ciudades y con un espíritu rejuvenecido, que el viaje que realmente necesitaba era uno para el que no se necesitan maletas y que toma lugar dentro de uno mismo. Para este viaje necesitaría todo el tiempo del día y toda la fuerza de mi corazón. Para este sólo viaje tendría que estar dispuesto a dejar todo lo que tenía. Pero, más grave aún: para este viaje tendría que ser como aquellas flores que ceden la belleza de su vida ante el magno brazo del antigüo Invierno. Naturalmente, lo último que esto traía consigo era sosiego.

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