martes, 14 de julio de 2009

Un beso, una puerta

Debo confesar que se me hace irresitible hacerlo. De manera inmediata cierro los ojos. Al desconocido, lo atrapo con el antebrazo. Lo empujo hacia mí de tal forma que el temblor que recorre mi torso sea, por los minutos que dure el fenómeno, un asunto de mutuo sufrimiento. La parte baja de la palma de la mano, sobre la parte trasera del cuello, se mueve de forma vertical. En ambas direcciones. He aprendido que este movimiento intensifica la sensación. Envía una corrriente metálica que, si bien ejecutado, sube y baja por la columna vertebral. Cuando exitoso, esto hará que el sujeto se vea obligado a pararse sobre las puntas. Este último acercamiento crea una especie de burbuja. La tensión se hará presente. Los involucrados pueden llegar hasta gestar emociones en sus interiores. De realizarse de manera adecuada, este procedimiento aligera la cabeza. Afloja los brazos. Hace que florezcan pensamientos. Disimula los sonidos que ocurren alrededor y, finalmente, consigue una que otra mordida en los labios. Hay algunos, como yo, que creemos que es posible conocer el mundo a través de la piel. Claro, hacerlo de esta forma es más peligroso que hacerlo a través de la cabeza. Aún así, es definitivamente más estimulante. Los que seguimos esta rutina lo hacemos así con la esperanza de que un buen día, al abrir los ojos, las luces continúen a medias. En el mejor de los casos: apagadas. Si no es el caso, se ordena otra copa en el bar. Se dice adiós de manera educada. Se regresa a casa. Se elabora un nuevo plan. Se confía en que la próxima vez la comunión de la carne traiga consigo al mundo entero. Si no, al menos la cáscara.

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