jueves, 12 de noviembre de 2009

Callar al Demonio, saciar su sed

A pesar de lo ajustado, la falda de Dolores se deslizó por sus piernas sin mayor dificultad. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. Como cualquier otra noche, Dolores había salido con la única intención de enredarse en una situación tan compleja como la de esa madrugada. Estuvo platicando con personas medianamente conocidas hasta elevadas horas de la noche. De todas maneras, se trataba de pasar el tiempo con una copa y con una que otra boca que hablara. Cuando revisó su teléfono, se dio cuenta de la hora. Hace menos de dos meses conoció a un muchacho en un sitio que se conoce tanto por mantenerse abierto hasta horas no muy prudentes, como por permitir el consumo de cocaína. A Dolores nunca le había gustado la cocaína. Seguro, si la había probado. Pero, nunca se había considerado una experta en el tema. Esa noche le dio otra oportunidad. La suave luz del reflector bañaba el lado izquierdo de su cabello. Dolores parecía un fantasma. El muchacho se acercó a pasos aligerados. Decidió comenzar con una broma que ella no entendió. Lo invitó a tomar asiento. En menos de lo que Dolores decidió ordenar un whisky, él estaba acariciando la parte superior de su muslo derecho. Lo hacía de una forma tosca. No le importaba la mano de quién fuese, mientras fuera la mano de un hombre. La forma en la que lo hacía, era ya una nimiedad. El muchacho ofreció su casa. Por lo que decía, estaba cerca. Dolores había tomado un taxi para llegar al bar. Si tenía suerte, se ahorraría el taxi del regreso y este muchacho la llevaría a casa. Se detuvo. Lo pensó dos veces: ¿estaba dispuesta a perder el íntimo momento de dolor que es el regreso a su casa invadidad de olores que no son los de ella y empapada de caricias que no provienen sino de la noche? No, no quedaba duda. Tomaría un taxi de regreso a casa. La primera vez que entró a la casa de él, sintió unas intensas ganas de vomitar. Se contuvo y solicitó el tocador. A pesar de lo borroso del reflejo, pudo reconocer sin dificultad el trazo de sangre seca que se dibujaba sobre su labio superior. Si a él no le había importado, estaba bien. Lo dejó ahí. Desde muy pequeña, había tenido la extraña costumbre de dejar sus heridas a la vista. Para ella, observarlas era una compleja mezcla de placer y dolor. Mientras él estaba sobre ella, dirigía su mirada hacia el lado. Había algo trágico en la forma en que su brazo, pálido, rebotaba sin vida en aquel colchón. El muchacho le sugirió que se quedara a dormir. Ella no respondió. En el camino de regresó se dio cuenta que durante toda aquella travesía en ningún momento había visto los ojos de su verdugo. Le parecía tanto impersonal como necesario. Si quería mantener este hábito, tendría que recrearlo cuidadosamente. Al llegar a casa, se sirvió otro whisky. Dolores tenía veintitrés años. Desde que entró a lo que se conoce como la juventud, ha tenido un inmenso deseo por acabar con su vida. Como no puede hacerlo, la destruye por pequeños trozos. Sabía que este hábito acabaría con ella tarde o temprano. Pero, también sabía que se le hacía irresistible hacerlo. Bebió el último sorbo de whisky. Al posar la cabeza en la almohada, hizo un veloz recuento de todo lo que había hecho durante una sola noche. Una violenta tormenta de pesares se concentró en su pecho. Sólo así, con el corazón estrujado, conseguía dormir tranquila. La mañana siguiente tomaría una ducha larga. Quizá se arrepentiría de todo lo que acontenció la noche anterior, pero ella sabía bien lo difícil que era combatir el hambre voraz de la mujer -mitad mujer, mitad dragón- que llevaba dentro de sí. No sabía cuando terminaría todo esto. Mucho menos, cuánto era suficiente.

1 comentario:

Paty Trigueros dijo...

la belleza de la ducha larga me la puedo