domingo, 17 de julio de 2011

Mañana

Lo curioso de la luz de la mañana es que su claridad sea antagónica a la porción de realidad que le concedo. No importa cuán clara sea la luz, por la mañana cualquier suceso puede significar la continuación de un sueño. Es por eso que no me resultó sorprendente notar que las ramas y las flores de las veraneras giraran en el mismo sentido y de la misma forma que yo lo hacía mientras tomaba el desayuno mirando hacia el jardín. Con lo tenue de la tarde, el suceso se hizo más pesado: más real. Por la noche, ya era lo suficientemente real como para quitarme la tranquilidad del sueño. A la mañana siguiente, tomé el desayuno en el mismo lugar de siempre y todo volvió a suceder; esta vez con más intensidad. La claridad de la mañana puede resultar extenuante cuando toma como punto de partida la perfecta comunión con la noche. El jardín completo era un reflejo exacto de mis movimientos por las mañanas y, sin ojos, ni arrugas; también sabía representar el ánimo (mezcla de maravilla y horror) que se gestaba dentro de mí mientras era testigo del suceso. El desgaste que sobrevino con la inútil tarea de comprender a las mañanas por las noches, agudizó mi sensibilidad a los elementos del jardín y pude descubrir que detrás de todo aquello existía una composición armoniosa, única y perfecta, que invitaba a descubrir la unicidad de la Naturaleza a través de la imitación de los movimientos. Una última mañana, posé mis pies descalzos sobre la tierra húmeda y al mirar hacia el cielo pude sentir como todo el cielo, en su vasta inmensidad, estaba mirando únicamente hacia mí. Desde entonces, para tomar el desayuno mirando hacia el jardín, para sentir el suave trazo de la brisa matutina acariciando el pecho, no tenía más que cerrar los ojos en cualquier parte del mundo a cualquier hora del día. La mañana la llevaba adentro de la misma manera que la mañana me ha llevado a mí desde el origen del tiempo.

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