lunes, 15 de junio de 2009

Ruta paralela

En la cabina del autobús, siempre soy el último en conseguir compañero de viaje. Aún cuando llueva con crueldad en las calles, los viajeros prefieren esperar la llegada del otro autobús antes de sentarse junto a mí. Los muchachos que se acercan a mi edad pasan de largo y, casi siempre, llevan en sus rostros una mirada recelosa. Las muchachas, más gentiles, sonríen con vaguedad y prefieren acercarse a algún otro que, seguramente, les cederá el asiento. El conductor, consciente del fenómeno, ha decidido reservarme el par de asientos que se encuentra detrás del suyo. Nomás me ve subir las escaleras, baja la mirada y extiende la mano. Algunas veces, ni siquiera revisa si la cantidad de monedas que le doy es la adecuada. He llegado a considerarme afortunado: después de todo, puedo poner más volumen al aparato de música sin que nadie se moleste e, incluso, tengo la dicha de no lidiar con las manchas de saliva del que, como cualquiera, se adormece con el ronquido del motor y deja caer su cabeza aplomada sobre el hombro del acompañante. La ruta que tomo es una que cruza la ciudad en dos horarios distintos cuando la tarde se encuentra en todo su esplendor. Aunque me haya armado de nuevos hábitos para pasar el tiempo (canciones suaves, libros de aventura, libretas de pasta dura, plumas y lápices) no he logrado dejar de sentir pena cada vez que me entero de alguna historia maravillosa que tomó lugar en la ruta y en el autobús en el que yo me muevo: las hay de amor, de venganza, de asesinatos, de conseguir ideales, de Dios y del Diablo. Es por ello que he decidido recortarme el cabello, cambiar algunas de mis chaquetas y usar un perfume menos agresivó. Tal es mi propósito que estoy dispuesto a dejar las canciones y las camisas limpias de lado, con tal de conseguir salir de la trayectoria de autobús paralela en que me he movido hasta ahora y que, además, es una que no se empapa de los muchos espíritus que componen a este vehículo, a este camino y a esta ciudad.

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