martes, 13 de octubre de 2009

El hombre y la bestia: Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1941)

El hombre que ha decidido lanzarse al peligroso viaje al lado oscuro de su corazón, tiene que ser el mismo el hombre que no tiene ningún problema con dejar pasar al Diablo por la puerta de su habitación. En algunas cosas, es como cualquier otro. También lleva consigo un pecho encogido por la irreconciliable lucha de las dos voces a las que es acreedor por el simple hecho de haber nacido humano. También muerde sus labios ante la sublime tentación que es la piel, como sábana extendida, brillando a consecuencia de la luz de la noche sobre ella. También se sabe avergonzado al reconocer frente a un espejo que es él, y sólo él, el mismo que gestó los pensamientos que lo llevaron a encontrar su imagen algo borrosa: como con facciones desdibujadas. Pero, en algunos otros asuntos, es distinto. Encontrará la manera de desligar al Animal de la Razón. Sólo una de sus voces responderá a los violentos himnos de la noche. Sólo una de sus manos se posará sobre el efervescente muslo que invita al desenfreno. Sólo uno de sus labios reirá emborrachado por las sombras del abismo. Pasará entonces que el hombre que quiso conocer lo más puro de la maldad se convertirá en eso que los demás han sabido evitar. Sucederá que la voz del animal se volverá gruñido. El gruñido ahogará la armonía y este hombre dejará de serlo. Y como en la historia del imprudente: este hombre, ahora animal, será la consecuencia. Jamás el camino. Aún si supo dibujar el camino que todo hombre debía de seguir.

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