viernes, 6 de febrero de 2009

Las veraneras


Al despertar, los ojos se iluminan como dos discos de luz frente a la entrada del cálido brazo del mediodía que trae consigo un puñado de flores encendidas. Funciona de la misma manera que lo hace un beso de frescor en los labios o, quizá, un golpe hermoso y cerrado directo al corazón. Entonces, parece ser que en lo que resta del día uno se tiene que armar de entusiasmo y valentía para dirigirse al filo del abismo más cercano: solamente una acción de magníficas consecuencias podría contrarrestrar el dolor y el placer que retuerce al espíritu de la manera que lo hace la cima del día adornada con peligrosa belleza.

Sin embargo, no sucede así. Los ojos inundados de deslumbradora ceguera se extienden hasta sus comisuras para alcanzar a asir un poco de todo aquello. Cuando el dueño de la mirada resiente la incapacidad, su misma condición, presa inevitable de la desilusión devuelve a sus ojos el ópaco color de la mañana de la que alguna vez fue testigo y que insiste en permanecer morando en sus órbitas.

Pero el más primitivo de los hombres conoce todo esto y sabe que, dentro de sí, reside la grandiosa coincidencia de lo trivial y lo extraordinario. Sabe que sus ojos no serán la indumentaria de conquista, ni su boca el beso de la divinidad. Entonces, cierra sus ojos y seca la ansiedad de su boca: yace donde comenzó todo. Se prepara a dormir para que, presa onírica, sea partícipe de un corazón tan ajeno al hombre que rebota con violencia entre las flores encendidas, el cielo y el infierno.

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