lunes, 9 de febrero de 2009

La Maruca

A María Eugenia se le conocía universalmente como Maruca. Muy a pesar del profundo disgusto que le causaba, los que se movían alrededor de ella decidieron estropear el bonito sonido de su nombre y hasta el día de su muerte guardó, con trémulo fastidio, el secreto de su dezasón. Se enamoró, a los tempranos diecisiete, de un oficial del Ejército que se destacaba por lo alargado de su figura y por lo nítido de su caligrafía. Él se llamaba Guillermo y la gente respetaba, con solemne admiración, hasta la sombra que, fatídica, se desvanecía detrás de sus talones que recorrían por las tardes todo el Campo de Marte.

Naturalmente, Guillermo jamás posaría sus dos ojos grises sobre el frágil seno de Maruca por su propio interés; sino, lo haría hasta que Olga, cercana vecina de Maruca, se lo presentase en la hermosa boda que ella tuvo en Octubre de de los cincuentas en la imponente Basílica de Guadalupe. Desde no muy lejos, Maruca fue testigo del abotonado vestido blanco de Olga y del reluciente cabello negro de Guillermo. A pesar del tangible malestar físico que le abordaba, se mantuvo callada y con suave abanico consiguió estar serena durante toda la ceremonia. La reciente pareja se mudó a las afueras del Centro de la ciudad: lugar que, en aquel entonces, se encontraba valorizado por el mismo ánimo de modernización al que toda la ciudad se rendía.

A pesar de esto, Olga mantuvo la rigurosa tradición de no comentar sino los éxitos de su fresca unión conyugal. Fue por ello que sólo Maruca supo que el matrimonio de su amiga no era muy distinto de la sonrisa obligada que había sido acostumbrada a dibujar en su rostro: Olga no podía concebir ni el amor por su oficial, ni el hijo que añoraba. Con extraña mezcla de compasión y lujuria, Maruca repasaba, con sus delgados dedos, el escote, la cintura y el ruedo de su vestido celeste añorando besar en la boca al oficial y entregarle, de su vientre, un hijo que en la frente llevaría el sello del amor incondicional.

A diferencia de la inflamación dentro del corazón de Maruca, el matrimonio de Olga y el oficial sudó, por las ventanas y las puertas, la tragedia que lo marcaba. Rápidamente se desplomó y le robó, de los ojos grises, la solemnidad al oficial. La infelíz esposa se mantuvo débil por la enfermiza frustración de no tener dentro de sí la dulce matríz que, milagrosa, logra mecer la vida de un niño. No le quedo más camino que morir joven de un cáncer de hígado que estalló, para maravilla de los doctores, con ardorosa velocidad.

Pasados el sepelio, los nueve días de misa obligada y quince días más de pura prudencia, María Eugenia se dirigió a la casa de Olga armada de un vestido hasta las rodillas que con acentuación marcaba lo incorrupto de su figura. De inútil forma, trató de sacar palabras de la boca de Guillermo, él permaneció inmutable y sólo se movería hasta el siguiente día, un par de horas más tarde, decidido a mudarse a la capital de Suramérica. Allá, pensó, lograría fascinar a sus paisanos con la publicación de la novela corta que dedicaría, sin duda alguna, a su joven y difunta esposa. Tuvo éxito en violentar con fascinación los corazones de sus amigos y conocidos cuando, poco tiempo después de haberse acomodado, de un tiro en la sien se limpió de dudas y agonías.

Todo recordaba, Maruca, con particular angustia. Yacía triste en la cama que era la misma en la que había dormido por suficientes años, como para odiar el mismo piso barnizado de tablones de madera, el lento y pesado aleteo del mismo ventilador de techo que, con doradas aplicaciones, parecía recordarle que ella no conocería hombre alguno que la lograra sacar, aún siquiera a golpes, de la misma maldita casa de Santa Tecla que, con el paso del tiempo, sólo se afeo y achicó pareciendo así una burla indiscreta a su avejentada figura. Entonces, la pesadez del aire cedió ante las horribles risas de los crueles niños, hijos de la hija de la menor de sus hermanas, quienes entraron con imprudente taconeo y se refirieron a ella como Abue Maruca. Ella dio un largo trago de saliva que se encajonó en el deteriorado diafragma de su estómago -enfermo, agonizante, carcomido- y dibujó la más triste de las sonrisas sobre su rostro: la misma sonrisa dañada que aprendió, un tanto obligada, cuando alguién le reprendió por reaccionar con natural disgusto ante la degradación de su nombre.

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