domingo, 5 de abril de 2009

La habitación oscura (1)

A Rodrigo, por cómplice.
I
Aveces pareciera bastar sólo con la caída de una hoja para que el alma nos juegue un truco. Al menos, así me sucedió a mí. En cosa de un instante, me fueron depositados en la cabeza una serie de apremiantes hechos que me compelían a mí y a todo aquello que me rodeaba. Para entonces, vivía en la casa de mis padres; la cual, a su vez, había sido de mis abuelos. Estaba circunscrita en una zona que rápidamente era invadida por pequeños negocios y, principalmente, por el ruido que los caracteriza. Para ser honesto, nunca fue de mi agrado. Aunque la casa era grande y, de vez en cuando, agradable en las tardes, la infraestructura que poseía era una que se había puesto en desuso desde antes de mi nacimiento. Poseía un jardín al centro de la casa y las habitaciones formaban, alrededor de este, un semicírculo: resultaba natural que por las noches la casa entera se conjugara con los sonidos que trae la oscuridad.
Por ser el mayor de los hijos, me era difícil —quizá vergonzoso— reconocer ante mis padres el miedo que me ocasionaba la llegada de la noche. Cenábamos en el espacio que, confortable, se formaba entre las paredes de la cocina y las del comedor oficial. Para llegar a mi habitación, debía cruzar un largo trozo de camino que se encontraba vulnerable al frío aire del jardín. De manera discreta, me disculpaba un par de minutos antes de que terminara la cena y me dirigía, con apresurado paso, a mi habitación. Ahí, encendía las luces casi de inmediato. Esperaba hasta que la violencia de mi pecho desapareciera para apagar las luces. Empeoraba las cosas, poseer el único par de ojos abiertos en la casa a esta hora: el misterioso brazo de la noche se abría paso a través de las ranuras del ventanal que se ubicaba justo arriba de un crucifijo; el cual, por su parte, se encontraba sobre mi cabeza. La habitación se llenaba de grillos, de lejanos chillidos, de oscuras presencias. Apretaba los párpados y repetía una oración a los ángeles: en algún momento, entre mis atropelladas palabras y los halos de luz-y-sangre que veía dentro de mis párpados, me quedaba dormido.
Por supuesto, nunca dije palabra de esto en el bachillerato. Tenía suficiente con diferenciarme por la estatura y la palidez. Decidí comentárselo a mi madre. No lo tomó de la mejor manera. Recuerdo que comenzó a platicarme sobre toda esta suerte de eventos infortunados que tenían que ver con la familia de su madre y los oscuros sucesos que les acompañaban. Una de sus primas había acabado con su vida dando sólo inexplicables razones. La madre de esta, luego del siniestro, aseguraba recibir frascos de un perfume único que provenía de las manos de la muerta. Sugirió que bendijeran mi habitación y, de paso, toda la casa. Al mirarla preocupada, no supe cómo decirle que en lugar de bendecir mi habitación ó cualquier otra de la casa, me parecía más acertado bendecir lo que yacía dentro de mí.

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