domingo, 12 de abril de 2009

La habitación oscura (2)

II
No creo que sea exagerado de mi parte afirmar que el sonido de la noche es tan desesperante como lo son miles de gritos al mismo tiempo. Cuando la noche tomaba la casa, la llenaba de un sonido característico que se aparta del sonido del día. Por el día, la casa estaba llena del taconeo de mi mamá, del arrastrado paso de la sirvienta o de los gritos de los juegos de mis hermanos. También, al mediodía, se llenaba de un olor a consomé, chiles verdes y algún caldo en cocimiento. El contraste que se producía con la noche era tajante: comenzaba con el reconocimiento del unísono canto de los grillos, —uno que produce picazón en los bordes del oído— la identificación de las dimensiones exactas de mi cuerpo y lejanas voces que no se alcanzan a comprender. Por su parte, la noche traía otros olores: uno que era metálico y otro, más complejo, que se formaba como la perfecta combinación de la grama en el jardín y el baño de la luz de luna. Todo esto formaba una masa de silencio que flotaba sobre mi cuerpo y se mantenía, sin tocarnos, entre el techo y mi cuerpo.
Con tal escenario, es comprensible que me mantuviera al margen del sueño. No sólo por la densidad de lo que se formaba alrededor de mí; sino, además, por que cuando yo me rendía al sueño, era cuando la noche se aprovechaba de la situacíón. Al principio, lo que lograba percibir eran sólo lejanas voces que se podían confundir, sin dificultad alguna, con los lamentos residuales del colectivo de muebles en la casa. Pero con la afinación de los sentidos y la invasiva acción del miedo, todas esas voces se convirtieron en una sola que, posando su aliento en mi oído, pronunciaba mi nombre. Desde ese momento, las noches se convirtieron en una extenuante batalla. Dormir era una maldición, mi nombre: maldito.
El sacerdote que me atendió no tenía idea de lo que yo estaba hablando. Humildemente, me remitió a una señora que visitaba su parroquia con regularidad. Como a la señora se le conocía por hacer caridad, mi madre me llevó con todo gusto a verla. A mi edad, la mayoría de mis compañeros estaban preocupados por la graduación, por conseguir la cita que se merecían. A mí, en ese entonces, lo único que me preocupaba era conquistar la noche y devolverle, a mi nombre, el armonioso sonido que recordaba de la infancia. Por eso insistí en ver a la Sra. Antonia Luisa. De su casa, recuerdo con claridad las veraneras que adornaban la entrada y el majestuoso jardín que se abría paso en la terraza. De su rostro, recuerdo con temerosa precisión lo enseriado que se tornó cuando ella posó, por vez primera, sus ojos azules sobre mí. Pidió a mi madre que se retirara y, antes de que se cerrara la puerta, le dijo: Tiene, usted, un hijo magnífico.
El hombre que sigue apareciendo en el umbral de mi puerta cumple, de pies a cabeza, la descripción que la Sra. Antonia Luisa me dijo en nuestra segunda cita. Tiene la piel escamosa y mide menos que yo. Como ella dijo, también me visita a la misma hora de la noche. A eso de la una y media, siento sobre la cabeza como se derraman algo así como largos dedos que, tras de ellos, dejan un hormigueo duradero. La sensación de pesadez se intensifica, sobre todo, en las piernas y en el tórax: detrás de mis pies, el umbral de la puerta está lejano y la silueta de la visita ya es un hecho innegable. Dice ella que lo expulse con una oración especial: una que es de protección. Aún no lo he conseguido; pero, ahora que la visite, le explicaré como es difícil apartar la mirada del hombre y como, la noche con todos sus sonidos, se conjuga ante mis sentidos como una invitación que es imposible de resistir.

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