martes, 25 de agosto de 2009

Dos días

Carlos era un hombre muy afortunado. Su vida estaba formada por dos tipos de días. Diferentes los primeros de los segundos, pero exactamente iguales cuando se trataba de la misma clase. Al primer tipo de días, él les llamaba los días malos. Se caracterizaban por tener minutos largos y viscosos. Semejantes a la saliva del sediento. Durante estos días, cualquier movimiento era brusco; el sol, siempre incisivo. El ánimo que les rodeaba era necesariamente el mismo. La sensación de bordear un abismo, llenar la garganta de brea, rozar con atrevimiento la locura que viene de la exasperación. La mayor parte de los días eran de este tipo. Se le hizo necesario, para aliviarlos, desarrollar una suerte de rutina. Los días los comenzaba y los terminaba de la misma manera: con una ducha caliente de más de treinta minutos. Se evitaban comidas pesadas y se elegían únicamente bebidas frías. La música: jazz. Pero no del tipo que desborda en frenesí y se caracteriza por muy caótico; sino, del otro: del que envuelve a la tristeza y se escucha como habría de escucharse una música ejecutada por fumadores. Era una rutina totalmente sensorial. Carlos había descubierto que a través del placer que le otorgaban estas actividades, su espíritu conseguía reposo. Si no un sosiego duradero, al menos uno fugaz. Además, no podía emborracharse siempre que le diera la gana. Hacerlo empeoraba con creces los días malos. De cierta forma, Carlos estaba acostumbrado a la compleja sensación en la que se sumergía durante estos episodios. Aunque doloroso, le parecía natural estar envuelto en un vaivén de pena y placer. Después de todo, su existencia era una que se encontraba dolorosamente encajada entre lo que conocemos todos y aquello que sólo conocen algunos. Eso que es algo más. Aunque él desconocía este razonamiento, su espíritu lo intuía y esto último le brindaba un pequeño respiro de resignación. Por otro lado, Carlos tenía otro tipo de días. A estos días les había designado como los días buenos. Para ser justos con él, habría que decir que realmente no eran lo que se conoce como días buenos. Les llamaba así por que simplemente eran distintos de los malos. Estos siempre acaecían poco después de lo que él consideraba los días más duros entre los duros. No es que él estuviera encantado con estos días; pero, al menos, no traían consigo el castigo físico que tanto caracterizaba a los primeros. Aún así, lo que estos días traían era más grave de lo que Carlos sabía. A todas luces, les prefería. Siempre eran días de tormenta. Los elegía concientemente aún a pesar de que eran estos días los que estaban envueltos en un luminoso manto apocalíptico. Anunciaban cosas que él no entendía. Avalaban a las voces que él sólo escuchaba en los sueños. Le daban sentido a todo aquello que Carlos sospechaba y había sospechado, en secreto, en inquebrantable conspiración consigo mismo. A este tipo de días, no les buscaba aliviar; en todo caso: lo contrario. Los vivía en su habitación. Sin más sonido que la lluvia. Sin más sensación que el movimiento de los pulmones en el pecho: llenándose de vida, vaciándose de ella. Carlos sabía perfectamente que en su vida había dos tipos de días. Sabía qué hacer con ellos. Sin reconocerlo en voz alta, Carlos estaba totalmente dispuesto a vivir con fervor como la víctima de su destino. No le importaba que los primeros días le magullaran, siempre y cuando a esto le siguiera la sensación de caída que anunciaba la llegada de los segundos. Era una combinación irrepetible. Gloria y verguenza íntima. Violento secreto. Sueño y realidad. En fín, sus dos días eran todo aquello que es el espíritu cuando se ensancha para casar con lo que no puede y que es eso que, con toda propiedad, debe llamarse Belleza.

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