sábado, 2 de mayo de 2009

Antes que nada, el caos

En algún lugar de ella, la pieza de porcelana italiana poseía una fuerza desconocida para los habitantes de la sala que adornaba día con día. Por esta razón, ninguna de las flores que depositaban dentro de su interior sobrevivía más de la mitad de un día. Las rosas, si blancas, se manchaban de adentro hacia afuera y envejecían con premura. Las amapolas se envenaban con su propia sangre y, las más valientes, saltaban del recipiente para conseguir una muerte digna sobre el suelo. Las margaritas, hasta entonces conocidas por su prudencia, con gritos exigían a los gusanos su exterminio. Morían desbaratadas sin el gusto de que algún invertebrado hubiese colaborado con su deceso. Aunque nunca se culpó al jarrón de los asesinatos, uno de los inquilinos —probablemente el más intuitivo— ubicó la pieza en otro lugar de la sala: uno que implicaba mayor riesgo. Ahí, al filo de un mueble más alto, ella estuvo a la merced de las manos de los niños. Ellos, en su brillante inocencia —que no es más que una desmesurada crueldad— consiguieron derribar la pieza de su pedestal y transformarla en un centenar de pedazos irreparables. Así fue como el poder oculto del jarrón se derramó sobre todo el lugar. Las flores, antes presas de sus fauces, crecieron sobre su cadáver. Todos juntos construyeron un nuevo espectro: uno, cuya fuerza, no sería desconocida para los habitantes.

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